Los textos litúrgicos de este tercer domingo de Adviento son un himno a la alegría. Alegría para los habitantes de Jerusalén que verán alejarse el dominio asirio y la idolatría y podrán rendir culto a Yahveh con libertad. Alegría de los cristianos, una alegría constante y desbordante, porque la paz de Dios «custodiará vuestras mentes y vuestros corazones en Cristo Jesús». Alegría del mismo Dios que exulta de gozo al estar en medio de su pueblo para protegerlo y salvarlo. Alegría que comunica Juan Bautista al pueblo mediante la predicación de la Buena Nueva del Mesías salvador, que instaurará con su venida la justicia y la paz entre los hombres.
La Palabra del Bautista desde el desierto tocó el corazón de las gentes. Su llamada a la conversión y al inicio de una vida más fiel a Dios despertó en muchos de ellos una pregunta concreta: ¿Qué debemos hacer? Es la pregunta que brota siempre en nosotros cuando escuchamos una llamada radical y no sabemos cómo concretar nuestra respuesta. El Bautista no les propone ritos religiosos ni tampoco normas ni preceptos. No se trata propiamente de hacer cosas ni de asumir deberes, sino de ser de otra manera, vivir de forma más humana, desplegar algo que está ya en nuestro corazón: el deseo de una vida más justa, digna y fraterna.
Lo más decisivo y realista es abrir nuestro corazón a Dios mirando atentamente a las necesidades de los que sufren. El Bautista sabe resumirles su respuesta con una fórmula genial por su simplicidad y verdad: «El que tenga dos túnicas, que las reparta con el que no tiene; y el que tenga comida, haga lo mismo». Así de simple y claro. ¿Qué podemos decir ante estas palabras quienes vivimos en un mundo donde más de un tercio de la humanidad vive en la miseria luchando cada día por sobrevivir, mientras nosotros seguimos llenando nuestros armarios con toda clase de túnicas y tenemos nuestros frigoríficos repletos de comida? Y ¿qué podemos decir los cristianos ante esta llamada tan sencilla y tan humana? ¿No hemos de empezar a abrir los ojos de nuestro corazón para tomar conciencia más viva de esa insensibilidad y esclavitud que nos mantiene sometidos a un bienestar que nos impide ser más humanos?
El Evangelio de la alegría se dirige a todo tipo de personas: a la gente en general, a los publicanos, a los mismos soldados. Este Evangelio consiste sobre todo en la donación y amor al prójimo, que cada categoría debe vivir según sus circunstancias. Así la gente es invitada a compartir con los más necesitados el vestuario y la comida. Los publicanos vivirán el amor fraterno cobrando los impuestos con exactitud y justicia, sin adiciones egoístas de lucro personal. Respecto a los soldados, por un lado que estén contentos con el salario que reciben, suponiendo que es justo; por otro lado, que a nadie extorsionen y a nadie denuncien falsamente. En resumen, el Evangelio de la alegría se implanta y produce frutos magníficos allí donde se vive el mandamiento del amor, cada uno según su profesión y su condición de vida.
La paz que habita en el alma del creyente inspira una alegría interior atrayente, que se manifiesta en el talante de la persona, que se contagia hasta con la sola presencia. Por su parte, la alegría de la que el Espíritu dota al creyente, transmite paz y orden en la vida, serenidad y armonía. Pidamos al Espíritu Santo que nos conceda abundantemente estos dones de la paz y de la alegría para prepararnos a la Navidad. Alegrémonos en el Señor. Vivamos la Paz de Dios. La Navidad está ya a las puertas.