Empezamos hoy el Adviento, un tiempo santo que no sólo nos prepara para celebrar el nacimiento de nuestro Salvador, sino que nos invita a recorrer un camino de esperanza. Esta esperanza no es vana ni superficial; es la firme certeza de que Dios cumple sus promesas y nos guía hacia un destino de plenitud.
El Adviento nos recuerda que la vida cristiana es un peregrinaje. No caminamos solos ni sin rumbo, pues Dios mismo, en la persona de Jesucristo, ha venido a nuestro encuentro y nos acompaña. Él es el Emmanuel, el Dios-con-nosotros, que no nos deja perdidos en las sombras, sino que enciende en nuestro corazón la luz de su amor eterno. En estos días, mientras encendemos las velas de nuestra corona de Adviento, meditemos en el significado profundo de cada llama. La primera luz nos habla de la esperanza que brota en medio de la oscuridad, la promesa de un Salvador. La segunda nos invita a la fe, a confiar plenamente en Aquel que nunca abandona a su pueblo. La tercera nos llama al gozo, porque el Señor ya está cerca. Y la cuarta nos impulsa al amor, a preparar nuestros corazones para recibir al Niño que nace en Belén y desea morar en nuestra vida.
Pero no basta esperar pasivamente. La esperanza cristiana nos compromete y nos llama a la conversión, a la oración ferviente y a la caridad activa. Sigamos, pues, la voz del Bautista que clama en el desierto: «Preparad el camino del Señor, enderezad sus senderos». Vivamos este Adviento con la certeza de que el Señor viene a renovar todas las cosas. Caminemos juntos, como comunidad de fe, con los ojos puestos en el horizonte de la esperanza que nunca defrauda: Cristo Jesús, nuestra luz y salvación.