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Os voy a contar una historia que me pasa a menudo: Llamo a algún amigo o amiga y le hago la típica pregunta: ¿Cómo estás? Y me contesta: bien, pero mamá está en el hospital. ¿Y cuánto tiempo lleva?, le pregunto. Ingresó la semana pasada, me contesta. Le pregunto: ¿Cómo está? ¿Es grave? Y me contesta: Se ha roto el fémur. Tiene para días de ingreso. Y le pregunto, ¿Has pedido el servicio religioso? Sabes que tu madre es creyente. Y me contesta: No. No hemos pensado en ello. El domingo vio la misa en la tele.

Esta situación es habitual, personas ingresadas que padecen enfermedades importantes, o no tanto, que requieren ingresos hospitalarios, o personas que a causa de la enfermedad o de la edad se quedan en casa, quedando alejados de la comunidad cristiana. En las parroquias sólo vemos que han dejado de venir, pero no sabemos qué les ocurre, no tenemos su teléfono y no podemos contactar con ellos. Cuando estamos enfermos, es toda la persona la que enferma: una parte es el cuerpo, y los médicos y los hospitales son necesarios, pero también necesitamos el acompañamiento de la familia, de los amigos, y el acompañamiento en la fe, un acompañamiento de esperanza, un acompañamiento que nos dé el confort de sentirnos amados por Dios mediante los sacramentos.

No debemos tener miedo alguno, no debemos pensar que molestamos: en los hospitales y en las parroquias hay laicos y laicas, religiosos y religiosas, diáconos, presbíteros, encargados de la pastoral de la salud, que nos visitan, nos traen la comunión, nos traen la Unción de los enfermos, nos acompañan a vivir nuestra enfermedad desde la fe en Cristo Resucitado.

Si estás en el hospital, pide el servicio religioso a las enfermeras. Si estás en casa, pide a alguien que pase por la parroquia y hable con el sacerdote. Los enfermos necesitan como nadie la caricia de la fe. «Todo lo que hacéis a uno de estos enfermos, a mí me lo hacéis». (cf Mt 25, 36b.40).