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El martes 11 de octubre se cumplirán sesenta años de la apertura del Concilio Vaticano II, convocado por San Juan XXIII con el fin de renovar la vida de la Iglesia. Este concilio (11 de octubre de 1962 – 8 de diciembre de 1965) fue un acontecimiento de primera magnitud en la vida de la Iglesia y en la historia mundial.

Con él, la Iglesia católica no sólo buscaba una renovación acorde con los signos de los tiempos, sino también un diálogo sincero con el mundo contemporáneo, al mismo tiempo que se preocupaba por la relación con los cristianos de otras Iglesias y con todos los hombres y mujeres de buena voluntad. Por esta razón los Padres conciliares quisieron dar al Vaticano II un carácter eminentemente pastoral. Los cuatro grandes documentos que plasman lo que los estudiosos han llamado “el espíritu del Concilio” son las constituciones dogmáticas Lumen gentium (sobre la Iglesia) y Dei Verbum (sobre la divina revelación), la constitución pastoral Gaudium et spes (sobre la Iglesia en el mundo actual) y la constitución sobre Sagrada Liturgia Sacrosanctum Concilium; con ellas se relacionan los demás documentos conciliares (cartas, exhortaciones y decretos). El Concilio Vaticano II entendió la Iglesia como Pueblo de Dios (Lumen gentium), que vive en comunión de fe (Dei Verbum), de culto (Sacrosanctum Concilium) y de servicio (Gaudium et spes).

Éstos han sido los principales frutos del Concilio:

1. La renovación litúrgica, manifestada en el Nuevo Misal Romano de 1969, en los leccionarios y en los nuevos rituales de los sacramentos. Seguramente, lo que se destacará más de la reforma litúrgica será el paso del latín a las lenguas populares en las celebraciones, pero no podemos olvidar el enriquecimiento bíblico conseguido por los leccionarios y que han nutrido al pueblo cristiano con mayor abundancia del alimento sustancioso de la Palabra de Dios.

2. Como consecuencia de la renovación litúrgica, la conciencia eclesial de ser Pueblo de Dios, título al que no se le daba una mayor importancia antes del Vaticano II dado que se ponía el énfasis en la imagen medieval de la Iglesia como sociedad perfecta organizada jerárquicamente. A partir del Concilio, el énfasis recaería en el hecho de la comunión fraterna entre los miembros del Pueblo de Dios, comunión a cuyo servicio están los ministros de Dios.

3. Señalar la importancia del sacerdocio común de los fieles y ver así la Iglesia como pueblo sacerdotal, con el consiguiente protagonismo de los laicos y de su presencia en el mundo.

4. La colegialidad de los obispos en comunión con el Romano Pontífice y la sinodalidad de la Iglesia, que tanto remarca hoy el Papa Francisco.

En un mundo tan acelerado, convulso y difícil como el nuestro, donde los cambios ya vienen de un día para otro y muchos acontecimientos (guerras y crisis) nos podrían llevar a la desesperanza, el Concilio Vaticano II continúa siendo para nosotros la hoja de ruta y el paro que proyecta su luz sobre la Iglesia de nuestro tiempo.