Este domingo celebramos como comunidad discipular la gran Solemnidad de Pentecostés. Con ella cerramos un tiempo litúrgico: La Cincuentena pascual. Con Pentecostés inauguramos el tiempo del Espíritu, el tiempo de la Iglesia. Durante estos cincuenta días, en diferentes tonos y con insistencia pedagógica casi repetitiva, el Evangelio de Juan y el Libro de los Hechos de los Apóstoles, nos han preparado para vivir con intensidad espiritual, personal y comunitaria, este momento culminante de nuestra fe.
Pentecostés es propiamente una fiesta judía. El autor del relato de los Hechos utiliza un gran colorido para expresar una experiencia profunda y transformadora provocada por el Espíritu Santo en el interior de la comunidad discipular, encerrada, miedosa, pero expectante y orante: viento huracanado, lenguas de fuego, que hacen perceptible la presencia dinámica y alentadora del Espíritu.
La señal de que los discípulos han recibido el Espíritu es que salen del “escondite”, vencen el miedo y comienzan a anunciar la buena noticia del Reino de Dios. Jesús era el gran profeta de todos los tiempos. Y ese Espíritu profético ha sido transmitido a sus discípulos, así como el Espíritu de Elías fue comunicado a Eliseo. Por eso, todos los que los escuchan quedan asombrados, porque sienten que algo extraordinario está sucediendo en estos personajes: el lenguaje del Reino cobra universalidad. El evangelista pone singular atención para describir la situación de los discípulos: puertas cerradas, miedo, duda, parálisis interior, inercia exterior.
La presencia del Resucitado cambia el miedo por gozo y alegría, devuelve la paz a los corazones atribulados y califica para trasmitir esa experiencia mediante el perdón y la reconciliación. El Espíritu nos da paz, comunión, justicia, gozo, perdón, reconciliación y la luz para comprender la verdad.
Nosotros, por el bautismo, hemos recibido el Espíritu que fortalece nuestra vocación y nos impulsa a la acción evangelizadora. Pero el Espíritu también es una fuerza que actúa no sólo en momentos excepcionales de la misión, sino, sobre todo, en la vida diaria de cada uno de sus miembros. Si tenemos conciencia de haber recibido la acción del Espíritu Santo, tanto en el Sacramento del Bautismo como en el de la Confirmación, no podemos quedarnos detenidos ante la oposición que nos presenta la sociedad y la indiferencia espiritual de nuestro entorno, es necesario que nos lancemos a dar testimonio de cristianos auténticos y practicar las obras de piedad y misericordia con nuestro prójimo, haciéndolas con el mismo espíritu con que Jesús las realizó. «Debemos vaciarnos de nosotros mismos, para revestirnos de Jesucristo».
Creyentes y no creyentes, poco creyentes y malos creyentes, así peregrinamos muchas veces por la vida. En la fiesta cristiana del Espíritu Santo, a todos nos dice Jesús lo que un día dijo a sus discípulos, exhalando sobre ellos su aliento: «Recibid el Espíritu Santo». Este Espíritu que sostiene nuestras pobres vidas y alienta nuestra débil fe puede penetrar en nosotros y reavivar nuestra existencia por caminos que solo Él conoce.
Como los apóstoles en el cenáculo, alentados por la presencia maternal de María Santísima, invoquemos de todo corazón: «Ven Espíritu Santo».