La vida cristiana es una experiencia impregnada por el Espíritu Santo. El Espíritu no tiene un rostro concreto, pero sus nombres nos hablan de su profunda presencia en nosotros y entre nosotros: fuego, agua, espíritu, aliento, viento… El único modo de pensar y vivir en el Espíritu Santo es decirle: «Ven». Y es que para vivir plenamente en cristiano, lo necesitamos con urgencia, porque, como declaraba el Consejo Mundial de las Iglesias en Uppsala (Suecia), 1968:
Sin el Espíritu Santo, Dios nos queda lejos; Cristo pertenece al pasado; el Evangelio es letra muerta; la Iglesia, una organización más; la autoridad, un dominio; la misión, una propaganda; el culto, una evocación; el obrar en cristiano, una moral de esclavos.
Creo que uno de los grandes problemas de los tiempos actuales es la carencia de una visión espiritual de la realidad en que vivimos, la falta de una mirada sobre la vida con ojos de fe. En contrapartida y como compensación, se nos presenta un exceso de materialismo en múltiples formas: productividad y consumismo frenéticos, visión desenfocada, e incluso desenfrenada, de la corporalidad y la sexualidad, olvido deliberado de valores morales, vacío de contenido de las celebraciones religiosas, que para muchos significan muy poco aparte de una fiesta familiar y social. En un panorama así, ¿no sería conveniente recordar estas palabras de Jesús: «No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios»? El Espíritu Santo nos hace comprender nuestra llamada a un destino eterno, nos impulsa a buscar a Dios ardientemente y a encontrar las razones de vivir en este mundo. Gracias al Espíritu podemos trabajar por una convivencia más justa y más humana, donde toda persona sea considerada con la dignidad que Dios le ha dado.
El Espíritu Santo nos hace libres porque lo recibimos de Jesucristo, que, con su muerte y resurrección nos ha hecho hijos de Dios. Y en la libertad auténtica que nos da el Espíritu, comprendemos la razón de nuestra relación con Dios y con los hermanos, puesto que en esto consiste la religión verdadera: en el amor. La fe cristiana no nace de unas normas que manden o prohíban, sino del amor, que nos hace seguir el camino del Evangelio con entusiasmo y coraje y nos enseña lo que tenemos que hacer en cada momento. Hoy, como los apóstoles, abramos nuestro corazón al Espíritu y testimoniemos con alegría, con palabras y obras que Cristo nos ha salvado.