Conocéis lo que sucedió en el país de los judíos, cuando Juan predicaba el bautismo, aunque la cosa empezó en Galilea. Me refiero a Jesús de Nazaret, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, que pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él. (Hch 10, 36-38).

Este pasaje es de la segunda lectura de la fiesta que hoy celebramos, el Bautismo de Cristo. Y son las palabras que pronunció el apóstol San Pedro en la casa de un pagano, Cornelio, dirigiéndose seguramente a su familia y a otras personas no judías interesadas en el nuevo discurso de salvación de Pedro. Este discurso lo encontramos en los Hechos de los Apóstoles y suponen un valioso resumen de la vida y misterio del Señor: pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo.

Nosotros hoy también nos queremos unir a esta confesión de fe del apóstol Pedro para descubrir mejor, que la fiesta del Bautismo del Señor nos invita a proclamar nuestra fe en Cristo, pues él, como en Belén se esconde en la fila de los pecadores que esperan a orillas del Jordán su turno para ser bautizados por Juan, el último profeta, un hombre enviado por Dios. Y si Cristo de nuevo se esconde, nosotros, católicos, con Pedro con los Papas y los santos, con toda la Iglesia descubrimos lo oculto de Dios, apreciamos, por los signos que vemos en la lectura del Evangelio, el misterio de la Trinidad Santa, misterio de luz y de eternidad, pues vemos al Hijo, al Padre y al Espíritu Santo.

Para poder hacer algo tan grande como proclamar de nuevo nuestra fe, la fe revelada por Dios, necesitamos ahondar nuevamente en la raíz de la misma: la palabra de Dios proclamada y escuchada con el corazón. ¿Cuál es esta palabra que hoy nos sobrecoge y nos invita a mirar a Jesús con los ojos de la fe? Se trata de las palabras que pronuncia el Padre al ver a su Hijo humillado entre los hombres pecadores, pero lleno de amor por ellos al iniciar su salvación cargando con esas culpas, adentrándose en lo más profundo del océano de este mundo, en lo recóndito del mismo Infierno en el que Cristo desea entrar para sanar y llamar a la salvación. Estas son las palabras:

Tú eres mi Hijo amado, mi predilecto. (Mc 1, 11).

El cielo se rasga, como el velo del Templo al morir Jesús en la cruz, y la voz del Padre, junto con el Espíritu Santo desciende sobre el Hijo y sobre nosotros. Esta es la gracia de la fiesta que celebramos, la llegada del Hijo único del Padre, la liberación del pecado por obra del Espíritu. Alegrémonos y escuchemos atentos al Señor en este día, pues nos llama y nos visita de nuevo discretamente.

Al ver hoy a Jesús de nuevo escondido entre los hombres, de nuevo deseoso de redimirnos y de liberarnos del poder del Maligno, nos viene a la mente una reflexión, un pensamiento breve y conciso: la vida cristiana es una lucha. Juan el Bautista llamaba a todo el pueblo de Israel a que se convirtiera y reconociera sus pecados ante Dios. Esto, lo sabemos, implica una lucha interior. Y en la época de Juan y de Jesús, como en la nuestra, el pueblo judío estaba sometido a una amenaza: el rodillo de la cultura romano-pagana que iba diluyendo las prácticas sagradas y con ellas la fe. Nosotros estamos también en tensión y en conflicto con el hombre viejo que nos gobierna y con el mundo, pues no somos del mundo. Queremos descubrir la lucha del mismo Jesús que acepta su muerte en el día de su Bautismo y saber que somos de Dios, somos sus hijos amados.

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