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En este tiempo de crecimiento y renovación espiritual que es la Pascua, es fundamental recordar nuestra unión con Cristo y el fruto que se espera de nosotros como sus discípulos. En la Palabra de Dios encontramos numerosas referencias a esta conexión vital que tenemos con nuestro Señor, una unión que trasciende lo terrenal y nos eleva a una comunión profunda con Él. El apóstol san Pablo nos recuerda en la carta a los cristianos de Galacia que «ya no soy yo quien vive, sino que es Cristo quien vive en mí» (Gal 2,20). Esta afirmación resalta la transformación radical que experimentamos al entregarnos a Cristo. Nos convertimos en vasos de su amor, portadores de su gracia y testigos de su misericordia en el mundo. Pero esta unión con Cristo no es pasiva, sino que conlleva una responsabilidad y un llamado a dar frutos dignos de nuestra vocación cristiana. Jesús mismo nos instruye en el Evangelio de san Juan al decir: «Yo soy la vid y ustedes los sarmientos. El que permanece en mí, y yo en él, dará mucho fruto» (Jn 15,5). Aquí, Jesús nos revela la íntima relación entre nuestra conexión con Él y la manifestación de su amor a través de nuestras acciones.

Entonces, ¿cuáles son esos frutos que se esperan de nosotros como discípulos de Cristo? El apóstol san Pablo nos ofrece una guía en su carta a los cristianos de Galacia: «Pero el fruto del Espíritu es amor, alegría, paz, paciencia, amabilidad, bondad, fidelidad, humildad y dominio propio» (Gal 5,22-23). Estos son los frutos que deben florecer en nuestras vidas como evidencia de nuestra unión con el Señor.

Es a través del amor desinteresado, la alegría contagiosa, la paz que trasciende las circunstancias, la paciencia perseverante, la amabilidad sincera, la bondad compasiva, la fidelidad incuestionable, la humildad auténtica y el dominio propio en nuestras acciones y pensamientos que reflejamos la imagen de Cristo en el mundo.

Que en este tiempo de oración y renacimiento a una nueva existencia, cultivemos estos frutos en nuestras vidas, permitiendo que nuestra unión con Cristo transforme no solo nuestras acciones, sino también nuestros corazones y todo nuestro ser. Que seamos testigos vivientes de su amor y su gracia, llevando esperanza y consuelo a quienes nos rodean.