Con la gracia del Señor, os voy a hablar de la lectura del santo Evangelio que acabamos de oír. En nombre del Señor os exhorto a que vuestra fe no se duerma en vuestros corazones en medio de las tempestades y oleajes de este mundo. No se puede aceptar que el Señor tuviera dominio sobre su muerte y no lo tuviera sobre su sueño, ni cabe la sospecha de que el sueño se apoderase del navegante Omnipotente sin quererlo él. Si esto creyerais, él duerme en vosotros; si, por el contrario, Cristo está despierto en vosotros, despierta está vuestra fe. Lo dice el Apóstol: por la fe habita Cristo en vuestros corazones. Por tanto, también el sueño de Cristo es signo de algún misterio. Los navegantes son las almas que pasan este mundo en un madero. También la nave aquélla figuraba a la Iglesia. Cada uno, en efecto, es templo de Dios y cada uno navega en su corazón. Si sus pensamientos son rectos, no naufragará. (San Agustín. Sermón 63).

Escuchamos hoy el pasaje de la tempestad calmada según el evangelista san Marcos. Y tal y como enseña san Agustín nuestra misión en este día de gracia que es el Domingo, el día de Dios en nuestra vida afanada, es la de escuchar la Palabra de Cristo y recordar sus mandatos, así el no estará dormido en nosotros, sino que creeremos siempre en su poder divino, ya esté Jesús soñando, andando o convaleciente. Un poder siempre preparado para actuar, pero también para ocultarse y poner a prueba nuestra fe: tal y como hace Cristo con los discípulos que le acompañan en la barca. Despertar a Cristo en nuestras almas significa dos cosas: escuchar su Palabra de Salvación, el Evangelio y recordar sus mandamientos, es decir, ver si los cumplimos, ver en que se traduce nuestro amor por Cristo, así él estará presente en nosotros. Y despertar al Señor en la barca de nuestro interior también significa creer en su poder divino, en su Omnipotencia. Jesús estaba con el Padre en la creación del mundo, y como dice san Pablo todo fue creado por Cristo y para Cristo, para que él fuera la plenitud, el primero, la cabeza de un cuerpo vivo. Por lo tanto, si el viento y el mar escuchan su potente voz y le obedecen, nosotros no podemos dudar de ese poder, del fuego que se enciende en nosotros al escuchar la Palabra de Dios y que nos devuelve la calma perdida por el pecado. Hagamos hoy dos cosas, miremos en nuestro interior donde sabemos que habita Cristo, y escuchemos su voz, pues el quiere hombres de fe.

El viento cesó y vino una gran calma. él les dijo: «¿Por qué sois tan cobardes? ¿Aún no tenéis fe?» Se quedaron espantados y se decían unos a otros: «¿Pero quién es éste? ¡Hasta el viento y las aguas le obedecen! (Mc 4, 38-40).

¿Quién es Cristo? ¿Creemos realmente que el universo entero le obedece? Hemos de constatar que somos hombres de poca fe y hemos de redescubrir que somos templos del Dios vivo y verdadero. ¡Es Jesús quien está en nuestra barca!

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