Celebramos ya el inicio de la Semana Santa acudiendo al encuentro de Cristo que llega a Jerusalén. Le recibimos con ramos, palmas y júbilo. Nos disponemos a proclamar de nuevo su nombre (Jesús, Mesías) y a acogerlo también en nuestras vidas, ya que Jesucristo entra en las murallas de la ciudad para celebrar una Cena, para consumar un Sacrificio.
Nosotros aclamamos su nombre y le reconocemos como el Hijo de Dios vivo a la espera todavía de contemplar un misterio y un sufrimiento que nos incumbe y que nos hará dudar y huir, pero que al fin nos traerá la paz:
¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz, que trae buenas nuevas, que anuncia la salvación, que dice a Sión: «Ya reina tu Dios! (Is 52, 7).
Queremos tener el nombre de Jesús en nuestros labios y en nuestro corazón, sabiendo que así nos preparamos para acompañarle durante estos días santos, y para guardar en nuestra memoria todo lo que Cristo hizo y hace por mí.
Cristo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz. Por eso Dios lo levantó sobre todo y le concedió el «Nombre-sobre-todo-nombre»; de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra, en el abismo, y toda lengua proclame: Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre. (Fil 2, 6-11).
El nombre de Cristo será exaltado y enaltecido, pero no por nuestra humilde confesión que hoy se hace tan visible al levantar los ramos, sino por la Resurrección de Cristo de entre los muertos, que levanta el nombre de Cristo hasta el cielo, haciéndolo nuestro salvador, nuestro paciente salvador.
Pensemos pues en la invitación de Cristo a penetrar las murallas de nuestra ciudad interior, para vivir el drama de la Fe en aquel que tendrá su nombre clavado en el letrero de la cruz.
Seremos testigos indignos del amor hasta el extremo de Cristo, pensemos en todo lo que él hizo por nosotros. Con las palabas de san Ignacio hagamos esto: contemplación para alcanzar amor.
Traer a la memoria los beneficios recibidos de creación, redención y dones particulares, ponderando con mucho afecto cuánto ha hecho Dios nuestro Señor por mí y cuánto me ha dado de lo que tiene y consequenter el mismo Señor desea dárseme en cuanto puede según su ordenación divina. Y con esto reflectir, en mí mismo, considerando con mucha razón y justicia lo que yo debo de mi parte ofrecer y dar a la su divina majestad, es a saber, todas mis cosas y a mí mismo con ellas, así como quien ofrece afectándose mucho: Tomad, Señor, y recibid toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento y toda mi voluntad, todo mi haber y mi poseer; Vos me lo distes, a Vos, Señor, lo torno; todo es vuestro, disponed a toda vuestra voluntad; dadme vuestro amor y gracia, que ésta me basta.