Al hablar de la fe cristiana tenemos que referirnos a la recta doctrina que expresa co-rrecta y coherentemente los contenidos de la Revelación. La ortodoxia forma parte de la coherencia de la fe, que se ha de mantener en una línea clara, estable y duradera para que en cada generación todos puedan seguir en condiciones de igualdad el camino de la salvación.
A menudo se critica la fe cristiana diciendo que no “se adapta” a los tiempos y a las exigencias del mundo, y no son pocos los que señalan las enseñanzas de la Iglesia como una doctrina atávica y atrasada. Para encontrar una adaptación del Evangelio al mundo actual, algunos han acuñado el término de ortopraxis (es decir, la “recta prácti-ca”) y la han opuesto a la ortodoxia. Pero éste es un concepto falseado, ya que la prácti-ca recta de la fe se deriva de sus contenidos, rectamente creídos y profesados; la verda-dera ortopraxis tiene que ser coherente y estar en consonancia con la ortodoxia. Por eso sospecho que muchos aplican la palabra ortopraxis a la permisividad y a la comodidad de una fe hecha a su conveniencia.
Recientemente oí en una entrevista que algunos sacerdotes, quizás por miedo a perder feligreses, no enseñan valientemente las verdades y la doctrina, que no son ca-prichos de la Iglesia, sino enseñanzas del mismo Jesús. Si no estamos atentos, se va ins-talando en nuestras comunidades un cristianismo light, en el que cada cual vive la fe a su manera. Pongamos un ejemplo: san Juan Pablo II cuestionaba el hecho de que fre-cuentemente se ven largas filas para comulgar, pero en cambio los confesionarios se quedan prácticamente vacíos; y esto sólo tiene dos explicaciones posibles: o en nuestra Iglesia todos vivimos en la pureza de los santos, o sufrimos de una gran y grave igno-rancia respecto al carácter sacratísimo de la Eucaristía y de comulgar en estado de gra-cia, no como un premio social, sino como un estado de comunión con el Señor. Según el criterio de los “ortoprácticos”, la ortopraxis sería hacer la vista gorda; pero no podemos ser indiferentes a lo que la fe nos indica, sino agudizar su sentido, porque los contenidos de la fe han sido revelados por Jesucristo. Se trata de sentir amor por lo sagrado y, sin hacer juicios -que reservamos a Dios-, enseñar rectamente.
Ante los desórdenes morales, las políticas demagógicas, la pobreza, la prolifera-ción de sectas, el espiritismo y los horóscopos, el exagerado erotismo y el culto al sexo, el aborto, etc., y ante tantos bautizados que no viven según sus compromisos, sería abe-rrante pensar que todo eso es secundario, que no es nuestro problema, o que no podemos hacer nada para cambiarlo, ya que somos tan poca cosa en un mundo tan grande y en el que hay tanto alboroto de voces que nos van en contra. No es lo mismo hacer una fe práctica -y cómoda-, que hacer práctica la fe en el sentido de buscar estrategias para en-señar lo mismo que han creído todas las generaciones cristianas con un lenguaje accesi-ble hoy; por ello, hemos de saber distinguir el contenido esencial e inalterable del Evangelio del envoltorio cultural que lo acompaña y que puede cambiar en cada época. No obstante, no podemos hacer rebajas, no podemos convertir la fe en una moda que muere si no se actualiza. Dios es el mismo ayer, hoy y por los siglos, y como dice el salmo 119,152: «Estableciste para siempre tu Alianza».