El Antiguo Testamento nos refiere la historia del profeta Jonás en el libro que lleva su nombre. En él se nos explica que el Señor encargó al profeta ir a Nínive a predicar a aquella ciudad la conversión a Dios y el arrepentimiento de sus malos caminos. Al principio, Jonás trata de huir de esta misión y se embarca hacia Tarsis, en el otro extremo del mundo, en la Península Ibérica. Dios tiene que desplegar su fuerza y al final el profeta no tiene más remedio que cumplir con el encargo de predicar la conversión. El mensaje del profeta, que era de hecho el mensaje de Dios, fue duro, claro y conciso: «Dentro de cuarenta días, Nínive será destruida» (Jon 3,4). Ciertamente, no era un mensaje muy popular y el profeta corría el riesgo de que lo mataran; pero, ¿cómo reaccionó la ciudad ?:
«Los habitantes de Nínive escucharon a Dios; todos, ricos y pobres, decidieron proclamar un ayuno y se vistieron con ropa de saco. Cuando la noticia llegó al rey de Nínive, se levantó del trono, se quitó el manto real, se cubrió con tela de saco y se sentó en la ceniza» (Jon 3,5-6).
El Bautismo nos ha dado a los cristianos la misión profética, que nos constituye en mensajeros de Dios. Dos aspectos importantes de esta misión son la denuncia de las injusticias y la llamada a la conversión. A menudo puede suceder que sintamos miedo y, en lugar de predicar un mensaje duro que resultaría intolerable, queremos halagar a nuestros oyentes con palabras bonitas y agradables. Pero no podemos olvidar que la Palabra de Dios unas veces es medicina que cura y otras fuego que quema, bálsamo que perfuma y espada que corta. Y a veces nos tocará anunciar mensajes duros, con la denuncia de los pecados y la llamada a una conversión urgente que ya no podemos posponer.
Dentro de poco entraremos en el tiempo de Cuaresma, y lo haremos con el ayuno, que la liturgia llama «santificador», y con el rito de la imposición de la ceniza, e imitaremos así a los habitantes de Nínive. De este modo nos uniremos a la Pasión de Jesucristo, que cargó con nuestros pecados para destruirlos en la cruz. En la misa del Miércoles de Ceniza haremos dos procesiones significativas: La procesión de la muerte, con la imposición de la ceniza, que nos recordará nuestra finitud y nos ayudará a ver que somos polvo y al polvo volveremos; esta muerte que Jesús ha querido compartir con nosotros en su Pasión. Y la procesión de la vida, cuando vayamos a recibir el alimento del Cuerpo y la Sangre del Señor entregado por nosotros. Seamos, pues, dóciles al Espíritu Santo y que la Cuaresma que pronto empezaremos nos conduzca a través de la conversión a la comunión plena con Jesucristo y los hermanos, a ser verdaderamente hijos de Dios.