Al inicio de su pontificada «uno de los más breves de la historia», en el ya lejano año 1978, el Papa Juan Pablo I eligió como lema una sola palabra: «humilitas» (humildad). Esta palabra procede del latín «humus», que significa «tierra fértil». Las humildad no es lo que muchas veces entendemos: la falsa docilidad borreguil, procurar imaginarnos que somos los peores y procurar dar a entender a los demás que nuestra falsa manera de obrar indica que estamos plenamente convencidos de ello. La humildad es la situación de la tierra. La tierra siempre está ahí, siempre, sin que nadie le preste atención, nunca se la recuerda y todo el mundo siempre la pisa. La tierra está ahí, lo acepta todo en silencio y saca milagrosamente de todos los residuos nuevas riquezas a pesar de la corrupción, transformando la misma corrupción en potencia de vida y en nuevas posibilidades creativas, abierta al sol y a la lluvia, preparada para recibir cualquier semilla que sembremos y capaz de dar treinta, sesenta o cien veces más por cada semilla. Y para realizarlo, ponemos al servicio de esta causa todas las cualidades que Dios nos da, nuestro trabajo, nuestros esfuerzos y nuestros estudios, nada de todo esto está de más.

Esto es algo fundamental: en la debilidad es donde Dios manifiesta su poder y ésta es la situación en la que la ausencia de Dios se puede volver presencia de Dios. No podemos capturar a Dios. No es en el reino de los derechos, sino en el de la misericordia donde podremos encontrar a Dios.

Nuestro modelo principal de humildad es Jesucristo:

el cual aunque era de naturaleza divina, no se aferró al hecho de ser igual a Dios, sino que renunció a lo que le era propio y tomó naturaleza de siervo. Nació como un hombre, y al presentarse como hombre se humilló a sí mismo y se hizo obediente hasta la muerte, hasta la muerte en la cruz. Por eso, Dios lo exaltó al más alto honor y le dio el más excelente de todos los nombres, para que al nombre de Jesús caigan de rodillas todos los que están en los cielos, en la tierra y debajo de la tierra, y todos reconozcan que Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre (Filipenses 2,6-11).

Esta enseñanza del apóstol nos da la clave para entender y vivir la Navidad: Dios viene a nosotros, asume nuestra naturaleza y se hace hombre, lo contemplamos en la pequeñez de un niño que ha sido modelado de nuestro barro; y en él, nuestra condición terrenal alcanzará la realidad celeste. Dios se hace hombre para que el hombre llegue a hacerse Dios.

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