El Evangelio de este domingo nos presenta el amor misericordioso de Cristo que se alegra al reencontrar a la oveja perdida.

Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme; no me arrojes lejos de tu rostro, no me quites tu santo espíritu. (Salmo 50).

Tal y como dice este salmo, Dios puede cambiar nuestro corazón endurecido y puede poner en nosotros el Espíritu Santo, por lo tanto, en este domingo el Señor nos llama de nuevo a redescubrir el verdadero sentido del poder de Dios. El padre de familia tiene el poder de gestionar los recursos de la familia. En un mundo donde ya se ha dinamitado y enterrado el principio de autoridad (que nos liga a todos con Dios creador), el poder de actuación del padre de familia es despreciado y se invoca el poder de la falsa igualdad e individualidad para así crear personas más «justas». Falso, pues el poder para el padre es un peso sobre sus hombros, una responsabilidad, ya que con sus recursos y capacidades ha de formar el corazón de sus hijos, no puede mirar para otro lado si de verdad los ama: sus cosas no son para él. Con Dios pasa un poco lo mismo, su verdadero poder es el de la Redención; el poder de salvar y de sanar al hombre, pues somos sus hijos. Y su abismo de poder y de amor puede, por el perdón, superar el drama de la impotencia humana que nunca puede alcanzar la justicia. Por eso el milagro del que hoy nos habla el Evangelio es la alegría de Dios y de sus ángeles al encontrar al pecador que se arrepiente, que reconoce sus culpas.

Jesús escandalizó sobre todo porque identificó su conducta misericordiosa hacia los pecadores con la actitud de Dios mismo con respecto a ellos (cf. Mt 9, 13; Os 6, 6). Llegó incluso a dejar entender que compartiendo la mesa con los pecadores (cf. Lc 15, 1-2), los admitía al banquete mesiánico (cf. Lc 15, 22-32). Pero es especialmente al perdonar los pecados, cuando Jesús puso a las autoridades de Israel ante un dilema. Porque como ellas dicen, justamente asombradas, «¿Quién puede perdonar los pecados sino sólo Dios?» (Mc 2, 7). Al perdonar los pecados, o bien Jesús blasfema porque es un hombre que pretende hacerse igual a Dios (cf. Jn 5, 18; 10, 33) o bien dice verdad y su persona hace presente y revela el Nombre de Dios (cf. Jn 17, 6-26). (Catecismo, nº 589).

Nosotros confesamos hoy nuestra fe en Cristo, como Hijo de Dios que puede perdonar los pecados y crear el corazón puro en nosotros.

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