Celebrar la Santísima Trinidad no es un ejercicio abstracto reservado a teólogos, sino una invitación a entrar en el misterio más profundo del ser de Dios: su vida íntima de amor y comunión. Dios no es soledad, sino familia; no es aislamiento, sino relación viva entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Esta es la gran revelación del Evangelio: que Dios es Amor (1 Juan 4,8), y que este amor no es una idea, sino una vida compartida.
El Padre engendra eternamente al Hijo, y entre ambos fluye el Espíritu Santo como vínculo perfecto de unidad. No se trata de tres dioses, sino de un solo Dios en tres Personas que se donan totalmente entre sí. La Trinidad no es un rompecabezas para nuestra razón, sino un fuego que ilumina y calienta: el fuego del amor eterno que da origen a todo lo que existe. Pero este misterio no ha permanecido oculto. En la historia de la salvación, la Trinidad se ha manifestado: el Padre envió al Hijo al mundo para salvarnos, y el Hijo, al ascender al cielo, nos dio el Espíritu Santo para que podamos participar de la misma vida divina. Por el bautismo hemos sido hechos hijos en el Hijo, llenos del Espíritu que clama: «¡Abbá, Padre!» (Romanos 8,15).
La Trinidad es también modelo de toda comunidad cristiana: la Iglesia está llamada a ser icono de ese amor trinitario, donde cada persona es reconocida, valorada y acogida. En un mundo marcado por el individualismo y la división, los cristianos estamos llamados a vivir y testimoniar la comunión que nace de Dios mismo. Contemplar la Trinidad es dejarnos transformar por el Amor, para ser instrumentos de unidad y paz en medio del mundo.