Ser cristiano es un don divino que conlleva un compromiso para el receptor. En tiempos de san Pablo algunos pensaban estar salvados simplemente por ser cristianos sin que nada más fuera necesario; también entre los israelitas había quienes creían que por el mero hecho de pertenecer al pueblo judío tenían la salvación asegurada. Pero con esto solo no basta, Santiago nos advierte de que la fe sin las obras está muerta: la creencia debe ir acompañada de obras y actitudes que manifiesten la fe que profesamos, pues de otro modo seríamos como la higuera estéril del Evangelio: Estaríamos plantados en la viña del Señor, en una tierra fértil y rica, pero que no nos aprovecharía en nada ni a nosotros ni al prójimo, pues no estaríamos dando fruto.

Jesús insiste en la necesidad de conversión personal a partir de dos acontecimientos luctuosos: los galileos que Pilato hizo matar mientras ofrecían sus sacrificios en el templo de Jerusalén y el hundimiento de la torre de Siloé que mató a dieciocho hombres. Para la mentalidad antigua, cualquier desgracia se interpretaba como un castigo por los pecados de los individuos que la sufrían. ¿Quién no habrá exclamado o no habrá oído alguna vez quejas como ésta ante un hecho doloroso: «¿Qué habré hecho yo para merecer este castigo?» Jesucristo nos enseña que estos sucesos no tienen por qué ser castigos, y mucho menos la muerte violenta de algunas personas, ya que Dios desea la conversión y la vida del pecador. Si alguna vez hemos experimentado la adversidad, ésta no han sido una venganza divina, sino una medicina saludable para ayudarnos a rectificar y a regresar al camino de la vida. Por eso, Jesús insiste en que, a pesar de las circunstancias, debemos cambiar nuestro modo de pensar y de obrar, adquirir criterios evangélicos y estar preparados porque Dios nos puede llamar en cualquier momento. Solamente el Señor puede juzgar la vida y las acciones de las personas; nosotros, en cambio, no tenemos esa potestad.

Sin duda, una virtud que nos hace más semejantes a Dios es la paciencia, ya que él tiene mucha para con la humanidad y su deseo de perdón y reconciliación es grande y lleno de misericordia. Todos podemos ser como la higuera del Evangelio: un árbol muy grande y con muchas hojas, pero sin los frutos que cabría esperar. Preguntémonos: ¿Acaso Dios no nos ha manifestado su amor y no nos ha concedido dones en abundancia?, ¿qué hemos hecho de ellos, qué frutos han producido?, ¿valoramos lo que Dios nos concede o nos pasamos la vida lamentándonos de nuestra mala suerte y pensando que los demás han tenido mejor fortuna? Todos podemos ser la higuera; Jesucristo es el viñador que intercede por nosotros ante el Padre, que riega con su sangre nuestra tierra y nos da el alimento de su cuerpo. Si estamos plantados en tan buena tierra, si tenemos el alimento espiritual más excelente de todos, si todos compartimos una fe tan grande, ¿no tendríamos que dar mejores frutos? Por encima de todo, Dios quiere que tengamos vida y que, a través de nosotros, sean muchos los hermanos que lleguen a conocer su Reino.

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