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Cada domingo los cristianos nos reunimos en familia alrededor de la Palabra y de la Eucaristía; bajo estos signos, Palabra que ilumina la inteligencia y el corazón y Alimento que nutre la vida de los hijos de Dios, Jesucristo se hace presente entre nosotros. El Salvador del mundo nos da su Cuerpo y su Sangre para que nosotros nos convirtamos en carne de su carne y sangre de su sangre. Al compartir un mismo alimento, nos convertimos en miembros del Cuerpo del Señor. Así, continuamente, la Iglesia celebra la Eucaristía y la Eucaristía edifica y refuerza la Iglesia. La fiesta del Cuerpo y la Sangre de Cristo nos manifiesta la inmensa riqueza y las maravillas del gran don de la Eucaristía.

Vivimos en la tierra, pero nuestro origen y término es el cielo. Mientras caminamos por la tierra, nuestros ojos miran al cielo y nuestras manos e alargan para esperar y acoger el alimento de vida eterna, que no es otro que el mismo Hijo de Dios que viene a compartir nuestra existencia humana. ¿Quién es Jesús para nosotros y para el mundo? Cuando Jesús dice que Él es el pan vivo bajado del cielo, manifiesta que en nada ni en nadie más que en Él encontraremos la razón y el alimento consistente de nuestra vida. El Buen Dios, que quiere la vida de sus hijos y que nos da este pan de vida eterna, no quiere que nadie padezca hambre en este mundo: ni hambre de alimento material, ni sed de verdad y justicia; por eso, para que todos puedan llegar a vivir en comunión con Jesucristo, Dios quiere que todo el mundo tenga la comida necesaria para conservar y desarrollar su vida en este mundo. Cuando luchamos contra la tragedia del hambre, del analfabetismo y de la marginación, estamos confesando a Cristo con nuestras obras que hacen verídicas a las palabras de nuestros labios. Cuando trabajamos a favor de la dignidad humana, estamos dando testimonio de la gloria de Dios. Y mientras tanto, elevamos esta oración en el Padrenuestro. «Danos hoy nuestro pan de cada día».

Me estremezco al leer y oír estas palabras de Jesús: «Si no coméis la carne de Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros». Pienso entonces en tantas personas que se vuelven insensibles al don de Dios y se apartan de la mesa del Señor. De muchas cosas tendríamos que ayunar, pero jamás deberíamos privarnos del alimento de la Palabra de Dios y de la Eucaristía. La felicidad y la vida verdaderas sólo las podremos alcanzar si entramos en comunión con Aquél que se ha hecho vida nuestra y mantenemos con Él esta unión. Al morir y resucitar; Jesucristo se ha hecho alimento para nosotros.