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Mientras que David fue reconocido como rey por el pueblo de Israel, Jesús, el Hijo de David, fue rechazado por las autoridades de su pueblo. La inscripción sobre su cruz contenía una ironía lacerante y, al mismo tiempo, revelaba una verdad espléndida: «Éste es el rey de los judíos». Jesucristo es rey y su realeza la descubre un compañero de suplicio: un ladrón, un hombre de vida poco ejemplar que, en ese momento abre su corazón a Dios. En aquella hora, el reconocimiento de Jesucristo y la fe en Él vienen de donde menos se espera. Humanamente hablando, la crucifixión representó el fracaso más estrepitoso de la obra de Jesús. En aquel instante en el que la realeza, tal como Él la había predicado, ya no se podía prestar a malas interpretaciones, Jesucristo es confesado como rey: su gloria se manifiesta en la cruz, dando su vida por los hombres. Hasta el momento de su muerte, vemos lo que ha sido constante en la vida de Nuestro Señor: su preferencia por los pecadores, los marginados y los pobres, los más necesitados de la misericordia divina, tal como lo resalta el Evangelio de Lucas.

Con frecuencia, los cristianos hemos caído en la tentación del poder; sin embargo, la búsqueda de poder no pertenece al estilo de Jesús. En momentos determinados de su vida, el Salvador tuvo que luchar contra la tentación de un mesianismo fácil y espectacular, un mesianismo triunfalista que se impusiera por la fuerza. En la hora de su muerte se le presenta insidiosamente la última tentación por boca de las autoridades judías y del otro ladrón: «Él, que salvaba a otros, que se salve a si mismo. Si eres rey de los judíos, sálvate a ti mismo». ¡Habría sido tan fácil! Y Jesús ciertamente lo hubiera podido hacer si hubiera querido, pero, ¿eso habría despertado la fe de quienes le increpaban? Naturalmente que no, porque el que no quiera creer buscará toda clase de argumentos a su alcance para no tenerse que rendir. ¿Acaso no habían visto los milagros de Jesús?, ¿quizás no habían oído sus palabras? La vida de Jesucristo, toda ella amor y servicio –que en eso consiste el auténtico poder y la verdadera autoridad entre los cristianos, y que constituye la base del Reino de Dios–, ¿no bastaban para abrir los corazones a la fe si hubieran tenido una mejor disposición?

Aunque resulte duro decirlo, llegaremos a la fe si contemplamos a Cristo en la cruz, más aún, llegaremos a su Reino a través de la cruz. Desde la debilidad y la humillación en la cruz, Cristo aparece como rey vencedor del pecado y de la muerte. La promesa que Jesús hace al buen ladrón deja constancia de esta victoria y es garantía de nuestra esperanza cristiana. «Hoy estarás conmigo en el Paraíso», son palabras que resuenan en el interior de quien confía en Jesús y cree en Él.