Al llegar el mes de noviembre, la Iglesia nos invita a mirar al cielo y a recordar a aquellos que nos han precedido en la fe. El día de Todos los Santos celebramos la gran fiesta de la comunión de los santos, es decir, la unión espiritual de todos los miembros de la Iglesia: los que aún peregrinamos en este mundo, los que se están purificando, y los que ya gozan de la gloria del Paraíso. Todos formamos un solo cuerpo en Cristo, unidos por la caridad y la oración. Esta comunión no es una idea abstracta, sino una realidad viva. Cuando rezamos por los difuntos, el amor atraviesa los límites del tiempo y de la muerte. Cuando invocamos a los santos, ellos interceden por nosotros ante Dios. Y cuando celebramos la Eucaristía, el cielo y la tierra se unen en un mismo canto de alabanza. La comunión de los santos nos recuerda que nadie se salva solo: somos un pueblo, una familia, llamados a caminar juntos hacia el Reino.
La conmemoración de todos los fieles difuntos, el día 2 de noviembre, nos invita a rezar por nuestros seres queridos que todavía esperan la visión de Dios. Su recuerdo despierta en nosotros la fe en la vida eterna y la esperanza de reencontrarnos un día con ellos. En este tiempo, las visitas a los cementerios, las celebraciones de la Misa en sufragio por los difuntos y la oración en familia son signos de esta comunión que no muere.
Celebremos, pues, Todos los Santos con alegría y la Conmemoración de los Difuntos con esperanza. Recordemos que la santidad es una llamada para todos, y que la muerte no rompe los lazos del amor, sino que los lleva a su plenitud en Dios. Somos un solo cuerpo y un solo espíritu en Cristo Jesús, Señor nuestro.