Este domingo hemos celebrado la solemnidad de Jesucristo Rey del Universo. Acaba el año litúrgico y comienza el nuevo con el Adviento. El mensaje que en este día Dios nos dirige es esperanzador y hermoso, lleno de alegría y de júbilo, que nos eleva rápidamente a las realidades eternas. Más que de unas palabras, se trata de un rostro, podríamos decir: el de Cristo resucitado, victorioso y lleno de gloria, el de Cristo Rey. Hoy el Señor nos recuerda cual es la vida a la que nos llama, la bienaventuranza en el Reino de los Cielos como miembros activos de Cristo, en definitiva la misma vida del Señor; y también nos recuerda cómo se traduce esta misma vida y realeza suya aquí en la tierra. ¿Pasaremos por alto este mensaje que nos dirige el mismo Dios o haremos hoy por escuchar su voz, como nos dice el salmo, y no endurecer nuestro corazón?

«Jesús nazareno, rey de los judíos». En el Evangelio podemos apreciar cómo se manifiestan las dos dimensiones que siempre acompañan la realeza de Jesucristo: la cara representada por la corona de espinas, y el reverso representado por las mismas palabras de Jesús en la cruz:

Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino. Jesús le respondió: te lo aseguro: hoy estarás conmigo en el paraíso.»

(Lc. 23, 42-43).

Jesús tiene un reino, un paraíso, una potestad recibida del Padre; pero al mismo tiempo, lleva un manto de color púrpura sobre sus hombros, colocado a modo de burla; es más, ha sido finalmente apresado por todos sus contrarios, judíos y romanos, unidos en ruín contubernio. Esto nos hace ver que Jesús es rey, ciertamente, y qu elo es desde la cruz, que es su trono, su trofeo.

Pilato les dijo: ¿A vuestro Rey he de crucificar? Respondieron los principales sacerdotes: ¡No tenemos más rey que el César!

(Jn. 19, 15).

Nos cuesta hoy en día rechazar esta afirmación, nos cuesta hoy mostrar a los demás la desolación que comporta una realidad personal y familiar vivida y moldeada según nuestro rey terrenal, una realidad construida de espaldas a Dios, una realidad, en la que viven millones de almas que rechazan términos en su día a día tales como oración, pecado, conversión u obediencia. Vivimos en pecado y no nos importa, sabemos cuál es la cura y preferimos seguir en un letargo mental en el que nos repetimos mil veces que no pasa nada, que no hacemos cosas malas, y lo que es peor aún: que Dios ya nos perdona cuando de hecho no nos ha perdonado. Nuestro rey entonces está siendo el ídolo de la tranquilidad emocional y de la falsa paz; nuestro rey no está siendo nadie, pues todo depende de cómo estemos, y todo lo demás lo arreglamos y lo movemos para que no choque con nuestro desastre abrumador. Pero nosotros los católicos (sí, somos católicos) deseamos hoy entonar una plegaria, un suspiro: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino.» (Lc. 23, 42).

El buen ladrón se dirigió a Jesús y era un ladrón; nosotros también somos ladrones y otras cosas, pero ¡no importa! Podemos dirigirle nuestra mirada y decirle: Jesús necesitamos de ti, queremos vivir según tus mandatos, queremos llevarlos grabados a fuego, que del mismo modo que los hijos del mundo, que ponen su gloria en sus vergüenzas (cf. Flp 3, 19), llevan sus ídolos muertos en estandartes; ídolos como la calidad de vida, la comodidad o la contracepción, nosotros queremos reafirmar tu nueva y eterna ley evangélica.

Pero nuestra ciudadanía está en los Cielos, de donde también esperamos al Salvador, al Señor Jesucristo. él transformará nuestro cuerpo mortal en un cuerpo glorioso semejante al suyo, por el poder con el cual puede también sujetar a sí mismo todas las cosas.

(Flp 3, 20-21).

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