“Hijos de Dios” es una expresión que frecuentemente usamos en la catequesis, la liturgia y la espiritualidad cristianas. Es más, la única relación existente entre Dios y cada cristiano es la de Padre e hijo. Cada individuo que vive en este mundo puede tener relaciones diversas con las personas que le rodean: es hijo o hija de sus padres, padre o madre de sus hijos, hermano o hermana de sus hermanos, tío o tía de sus sobrinos, sobrino o sobrina de sus tíos, nieto o nieta de sus abuelos, abuelo o abuela de sus nietos, primo o prima de sus primos, vecino o vecina de sus vecinos, y así podríamos seguir con un amplio abanico de relaciones humanas. Pero con Dios sólo puede haber una relación paterno-filial; Él no es abuelo, ni tío, ni primo, ni vecino, ni jefe de departamento, Él solamente es Padre y nosotros estamos llamados a ser hijos suyos.
¿Cómo es posible esta relación de Padre e hijo con Dios?, ¿somos hijos porque Dios nos ha creado? No, el simple hecho de ser creados no nos hace ser hijos de Dios, porque Dios ha creado todo el Universo y ni los animales, ni las plantas ni las estrellas son hijos suyos por esta razón, del mismo modo que un armario no es hijo del carpintero que lo ha hecho, sino simplemente es una obra suya. No obstante, Dios ha querido que tuviéramos una dignidad más elevada que el resto de la Creación y por eso nos ha creado a su imagen y semejanza, y este hecho nos abre las puertas para llegar a ser hijos de Dios.
Nuestra condición de hijos de Dios nos viene por el hecho de la adopción por medio de Jesucristo, el Hijo de Dios que asumió nuestra condición humana y se hizo hombre encarnándose de María Virgen. Nos dice la Carta a los hebreos: «Dios, que lo ha creado todo y lo ha destinado todo a sí mismo, quería llevar muchos hijos a la gloria». Dios no ha querido que nos quedáramos abandonados e inmersos en la muerte y el pecado, sin remedio ni sin posibilidad de salvación, y por eso envió a su Hijo único a salvarnos; Él «hecho un poco inferior a los ángeles», se humilló para adoptar nuestra condición humana y, sin dejar de ser lo que era, asumió lo que no era. Jesucristo nos redimió de condición humana y fue consagrado con el sufrimiento, mostrándonos así hasta dónde puede llegar el amor de Dios para con nosotros.
Pero todo ello fue el camino para vencer el pecado y la muerte que nos tenían sometidos: «lo vemos ahora coronado de gloria y honor por su pasión y muerte». Éste es el punto: somos hijos de Dios porque Jesucristo se ha hecho nuestro hermano, y en Él, el Padre nos ha adoptado como hijos. Podemos decir que Jesucristo se ha hecho hermano nuestro y a la vez nos ha hecho hermanos suyos y por eso Dios su Padre es nuestro Padre. Por el Bautismo fuimos incorporados a Jesucristo, al misterio de su muerte y resurrección. Vivamos, por tanto, en la fe, la esperanza y el amor que Él nos otorga en el Espíritu Santo. El Hijo de Dios se ha hecho hombre para que nosotros lleguemos a ser hijos de Dios.