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Hoy Jesús nos cuenta otra parábola sobre la viña, cuyo propietario arrendó a unos viñadores mientras se iba de viaje (Mt 21,33-43). Cuando llegó el momento de la vendimia, envió a sus empleados a cobrar la parte que le correspondía, pero los viñadores mataron a los empleados que les fue enviando el dueño. Entonces decidió enviarles a su hijo, pensando que lo respetarían, pero lo asesinaron también -nos dice la parábola- para eliminar al heredero y quedarse ellos con la propiedad.

Se está refiriendo Jesús a su propio Pueblo, el Pueblo de Israel, que rechazó a todos los enviados de Dios, los profetas, y los mató, y terminó matando al Hijo de Dios. Algunos judíos, sin embargo, comenzando por los Apóstoles y discípulos, sí aceptaron a Jesús como el Mesías. Por cierto, hay judíos que en estos momentos están dándose cuenta que Jesús es el Mesías prometido y que la Iglesia Católica es la continuación del pueblo de Israel.

En efecto, si analizamos bien, cuando un judío se une a la Iglesia Católica, no deja de ser judío: pasa del Pueblo de Dios escogido, el Israel del Antiguo Testamento, al nuevo Pueblo de Dios, que es la Iglesia fundada por el Mesías esperado, la Iglesia Católica. Pero, a los que pertenecemos a la Iglesia fundada por Cristo. ¿No podría Dios hacernos el mismo reproche que a los antiguos judíos? Porque, siendo nosotros el nuevo pueblo de Israel, ¿somos mejores que los que estaban ante Jesús en aquel momento?

​El Señor nos dice que nos ha elegido para que demos fruto y nuestro fruto permanezca (Jn 15,16). Él desea que cada uno de nosotros seamos una viña que dé buenos frutos. Nos da todo lo necesario, tal como nos refiere el Profeta Isaías en una parábola que es preludio de la de Jesús: «removió la tierra, quitó las piedras y plantó en ella buenas cepas… y esperaba que su viña diera buenas uvas» (Is 5,1-7).

​«¿Qué más puedo hacer por mi viña que yo no lo hiciera?» El Señor nos dice que nos da todo, es decir, todo lo que nuestra alma necesita para dar frutos de santidad y caridad, para dar lo que Él espera de nosotros. Pero, ¿damos fruto? ¿Damos fruto bueno? ¿Aprovechamos todas las gracias que Dios nos otorga para ser como Él desea que seamos? Las parábolas del Señor son para enseñarnos y advertirnos. Su advertencia no se deja esperar: a los que no den fruto les será quitado el Reino de Dios.

El Reino de Dios es la vida en Dios. Es la felicidad perfecta que Dios tiene preparada para aquéllos que den fruto. El Reino de Dios puede comenzar aquí en la tierra -es cierto-, pero llega su plenitud en la eternidad; es el «ya, pero todavía no». Sin embargo, de acuerdo con esta parábola, los que no den fruto no tendrán derecho a vivir en el Reino de Dios ni aquí, ni en la eternidad. Es para pensarlo bien.

¿Cuáles son los frutos que el Señor espera de nosotros? San Pablo enuncia algunos de los frutos del Espíritu: «Amor, alegría, paz, paciencia, comprensión de los demás, bondad, fidelidad, mansedumbre y dominio de sí» (Gal 5,22). Todas éstas son virtudes que fluyen de la caridad. Pidamos al Señor en la celebración de la Eucaristía, por intercesión de Nuestra Señora, la Virgen del Rosario, para que demos los frutos que el Señor espera de cada uno de nosotros.