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Dios todopoderoso y eterno, que proclamaste solemnemente que Cristo era tu Hijo amado cuando fue bautizado en el Jordán y descendió el Espíritu Santo sobre él, concede a tus hijos adoptivos, renacidos del agua y del Espíritu, perseverar siempre fieles en el cumplimiento de tu voluntad.” Esta es la oración colecta de este domingo, fiesta del Bautismo del Señor. Lo que la Iglesia le pide al Padre en la liturgia, se le concede siempre, pues lo pedimos en nombre de Jesús y en un mismo Espíritu, por lo tanto, hoy esperamos la gracia de seguir perseverando en el cumplimiento de la voluntad del Señor.

También somos conscientes que para seguir recorriendo el camino de Cristo hemos de pensar siempre que somos hijos adoptivos, hijos en el Hijo. Éramos hijos de una maldición, éramos antes hijos de la condenación, pues nacimos marcados por el pecado original, e incapaces de agradar a Dios. Una frase del Evangelio nos recuerda que hemos sido salvados y sacados de la ignorancia: el Cordero que quita el pecado del mundo. Un cordero, una ofrenda, una sangre derramada por nosotros para ser transformados interiormente sin perder las bondades naturales que Dios nos dio al crearnos y que el primer pecado no acabó de destruir. Bondades insuficientes para agradar a Dios y ser oblación preciosa ante sus ojos; a eso estamos llamados en Cristo, pues hemos sido bautizados con Espíritu Santo y fuego y así podemos perseverar en el cumplimiento de la voluntad de Dios, gracias al Codero sin mancha.

Yo, el Señor, fiel a mi designio de salvación, te llamé, te tomé de la mano, te he formado y te he constituido alianza de un pueblo, luz de las naciones, para que abras los ojos de los ciegos, saques a los cautivos de la prisión y de la mazmorra a los que habitan en tinieblas.” (Is 42, 6-7). Siendo conscientes de nuestra realidad de hijos adoptivos y de nuestra frágil condición humana, que naturalmente no puede agradar a Dios, somos también conscientes de que hay una gran esperanza, un designio de salvación que llega a todos. Esto es lo que el Señor nos dice por Isaías y que nos permite renovar nuestro propio bautismo con gozo además de mirar al autor de este sacramento, Jesús. Podríamos explicarlo hablando de dos miradas: una mirada que dirigimos hacia nosotros mismos (somos hijos de adopción, marcados a fuego por el Espíritu Santo, renovados por el amor de Dios), y otra que dirigimos hacia Cristo (le confesamos por la fe, le reconocemos como el Cordero de Dios y como la alianza de un pueblo). Bajo la luz del Espíritu nos miramos a nosotros, frágiles pero llamados por Jesucristo a ser transformados por el amor de Dios, y también miramos al rostro de este Cristo y así le confesamos por la fe: es el ungido por el Espíritu que pasó haciendo el bien.

En el Jordán Jesús se manifiesta con una humildad extraordinaria, que recuerda la pobreza y la sencillez del Niño recostado en el pesebre, y anticipa los sentimientos con los que, al final de sus días en la tierra, llegará a lavar los pies de sus discípulos y sufrirá la terrible humillación de la cruz. El Hijo de Dios, el que no tiene pecado, se mezcla con los pecadores, muestra la cercanía de Dios al camino de conversión del hombre. Jesús carga sobre sus hombros el peso de la culpa de toda la humanidad, comienza su misión poniéndose en nuestro lugar, en el lugar de los pecadores, en la perspectiva de la cruz. (Benedicto XVI).