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Como colofón de las fiestas de Navidad celebramos el Bautismo del Señor, un momento de Epifanía, pues manifiesta a Jesús en el inicio de su misión ante el pueblo de Israel. Es un acontecimiento que nos invita a reflexionar sobre el significado de nuestro propio bautismo y su impacto en nuestras vidas.

El Bautismo de Jesús en el río Jordán no fue un acto de necesidad, sino de amor y humildad. A pesar de ser el Hijo de Dios, quiso identificarse con nosotros, pecadores, sumergiéndose en las aguas como preludio de su misión de redención: la inmersión en el agua anunciaba la muerte y sepultura del Señor y su salida prefiguraba su resurrección. En el río Jordán, el cielo se abrió, el Espíritu Santo descendió en forma corporal, como una paloma, y la voz del Padre proclamó: «Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco» (Lc 3,22). En nuestro propio bautismo, aunque tal vez no lo recordemos por haber sido bautizados de niños, se nos abrió también el cielo. En ese momento, Dios nos adoptó como hijos suyos, lavó el pecado original y nos llenó del Espíritu Santo. Desde entonces, somos templos vivos de Dios, llamados a vivir como discípulos de Jesucristo.

Sin embargo, el bautismo no es un punto de llegada, sino de partida. Es el inicio de una vida nueva en Cristo, un camino que requiere una respuesta diaria por nuestra parte. Cada día debemos renovar nuestro «sí» al Señor, crecer en la fe y dar testimonio de su amor con nuestras palabras y obras. El Bautismo del Señor nos recuerda que somos amados profundamente por Dios. No importan nuestras caídas o debilidades: Dios nos llama por nuestro nombre y nos invita a caminar a su lado. Al mirar a Jesús en el Jordán, renovemos hoy nuestro compromiso bautismal y pidamos la gracia de vivir como verdaderos hijos e hijas de Dios, anunciando su amor y su misericordia al mundo.