Sucede hoy en día que hay más católicos preocupados por el fútbol, las fluctuaciones de la bolsa, los accidentes de tráfico, las obras que provocan caos circulatorio en las ciudades, la muerte de un actor de cine famoso o de un representante ilustre del mundo de la cultura, y por muchos otros temas… que por la confesión. Cine, fútbol, economía, tráfico, obras públicas: son argumentos que afectan a nuestra vida, que interesan a unos más y a otros menos, que incluso piden una reflexión seria a la luz de los principios morales. Pero, para el cristiano, un tema decisivo del que depende la vida eterna de miles y miles de personas es el de la confesión.
El sacramento de la penitencia, o confesión, es un encuentro personal que permite a Dios derramar su misericordia en el corazón arrepentido. Se trata, por tanto, de la medicina más profunda, más completa y más necesaria para todo ser humano herido por la desgracia del pecado. Precisamente por eso, la confesión debe ocupar un lugar muy importante en la reflexión de los bautizados. ¿Valoramos suficientemente este sacramento?, ¿reconocemos que viene de Cristo?, ¿apreciamos la doctrina de la Iglesia sobre la confesión?, ¿conocemos sus etapas, los actos que corresponden al penitente, la tarea que debe realizar el sacerdote confesor? San Juan María Vianney sabía muy bien, después de miles y miles de confesiones, lo que sucedía en este magnífico sacramento, y por eso pudo decir: «No es el pecador el que vuelve a Dios para pedirle perdón, sino Dios mismo quien busca al pecador y lo hace volver hacia él».
Es preciso superar la crisis que ha comportado en muchos sitios el abandono de este sacramento importante, y eso requiere que los sacerdotes «se dediquen con generosidad a oír las confesiones sacramentales; que guíen valientemente el rebaño, para que no se acomode a la mentalidad de este mundo (cf. Rm 12,2), sino que sepa tomar decisiones a contracorriente, evitando actitudes acomodaticias o concesiones» (Benedicto XVI, 11 de marzo de 2010).
Hoy, miles de personas se presentarán ante el tribunal de Dios. ¿Qué mejor modo de prepararse para el encuentro con un Dios que es Amor que hacerlo a través de una buena confesión? También hoy, miles de personas sucumbirán al mal; dejarán que la avaricia, la soberbia o la pereza los deje ciegos; actuarán llenos de odios o envidias muy profundas; acogerán las caricias engañosas de las pasiones carnales o de la gula desenfrenada. ¿Qué mejor remedio para borrar el pecado en nuestra vida y para reemprender la lucha cristiana por el bien que una confesión sincera, concreta, valiente y llena de esperanza en la misericordia divina?
Si los católicos damos de veras a nuestra fe el lugar que le corresponde, dejaremos de lado gustos, pasatiempos o incluso algunas ocupaciones sanas y buenas, para hallar este momento irrenunciable que nos lleva a encontrarnos con Alguien que nos espera y nos ama. Dios perdona si se lo pedimos con la humildad de un pecador arrepentido (cf. Lc 18,13). En la simplicidad de una cita sencilla y rodeada por el misterio de la gracia, un sacerdote dirá entonces unas palabras que tienen el poder que solamente Dios le ha dado: «Tus pecados quedan perdonados, vete en paz».