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En el tercer domingo de Adviento, Domingo Gaudete, Domingo de la Alegría, aparece con fuerza la figura de Juan Bautista, el precursor. Jesús nos habla hoy de él: «No ha nacido de mujer uno más grande que Juan». Es el mensajero enviado por Dios para preparar su camino. En Juan se cumplen las promesas hechas desde antiguo por los profetas.

Dios viene en persona a salvarnos. Después del pecado original, como escuchábamos en la solemnidad de la Inmaculada, el mundo quedó sometido bajo la esclavitud del pecado. De este modo, el ser humano rompió la armonía consigo mismo, con el prójimo y con Dios. La tierra entera, toda la creación, quedaron malogradas. Pero Dios no deja que éste sea el final de la historia. Ya desde antiguo, Dios había prometido a Israel un Mesías. Los profetas recordaron continuamente esta promesa; así lo hemos escuchado, por ejemplo, en el profeta Isaías. El anuncio de la venida de Dios en persona está acompañado de signos: se despegarán los ojos del ciego, los oídos del sordo de abrirán, saltará el cojo como un ciervo y la lengua del mudo cantará. En definitiva, desaparecerá toda tristeza y vendrá la alegría y la felicidad. ¿No es eso precisamente lo que tanto echamos en falta en nuestro mundo? Cuando miramos a nuestro alrededor, ¡tantas veces nos cansamos de ver penurias, tristezas, sufrimientos y violencia! Por ello, la esperanza de Israel en la llegada de un Mesías ha de ser también la nuestra. Necesitamos la alegría y el regocijo, necesitamos que los débiles se fortalezcan, que desaparezcan las injusticias y los sufrimientos. Por ello, el anuncio del profeta Isaías es tan actual hoy para nosotros: Dios viene en persona a salvarnos.

En el Evangelio leemos cómo Juan Bautista, el precursor, manda desde la cárcel a dos de sus discípulos para preguntarle a Jesús si es Él el Mesías que ha de venir. En Juan vemos representadas las esperanzas de Israel y también las nuestras. La respuesta de Jesús a aquellos enviados es clara: contad a Juan lo que estáis viendo y oyendo. Y es que la salvación que Jesús nos trae va acompañada de aquellos signos que Isaías había anunciado. Jesús devuelve la vista a los ciegos, cura a los inválidos, limpia a los leprosos, resucita a los muertos y anuncia el Evangelio a los pobres. Los milagros de Jesús que nos narra el Evangelio son los signos que acompañan la acción salvadora de Cristo. Podemos creer en Él porque hace lo que hasta entonces no había hecho nadie: curar enfermos y resucitar muertos. Por eso, los cristianos tenemos la esperanza puesta en Cristo, el Salvador, el que ya vino hace dos mil años en Belén, Dios que vino en persona, pero que también ha de volver de nuevo para juzgar a los vivos y a los muertos; así lo estamos recordando en el tiempo de Adviento. Mientras tanto, no debemos desfallecer en la esperanza, a la que el apóstol Santiago nos llama a mantenernos firmes y a tener paciencia. En este Adviento, pidámosle al Señor que acreciente nuestra esperanza. Ante este mundo, tan lleno de tristezas y sufrimientos, esperamos con paciencia y llenos de confianza al Señor que viene a traernos la alegría y el gozo de la salvación. Con María, madre de la esperanza y causa de nuestra alegría, seguimos avanzando por el camino del Adviento.