La vida cristiana se desarrolla en un progreso continuado. Cuando Jesús dijo de sí mismo que era «el camino, la verdad y la vida», nos indicaba una fe dinámica, que no puede quedar parada ni un solo instante. Siempre debemos caminar por la ruta del Evangelio y nadie puede decir que haya llegado ya al término y a la perfección en este mundo. Crecemos en la vida de la fe gracias al Espíritu Santo que Jesucristo nos envía desde el Padre, ya que es Él quien nos guía por el camino que conduce hacia Dios. La originalidad y la plenitud de la revelación divina consiste en que Dios se manifiesta como relación de amor en sí mismo, un amor desbordante que nos comunica a las criaturas.
Durante mi época de seminarista me aficioné mucho al estudio de la filosofía, sin embargo, los inicios fueron duros: era preciso leer mucho y mantener una constante aplicación con la dedicación de mucho tiempo para comprender lo que quería decir y enseñar cada autor, era necesario ponerse en su piel y estar abierto a todas aquellas no siempre fáciles de comprender y asumir; eran como «una carga muy pesada» (cf. Jn 16,12). Vivimos en el mundo de la imagen, de la informática y de internet y leer mucho rato se nos hace pesado, más aún cuando hay que hacer un esfuerzo suplementario para entender. Querríamos aprender y saber en un instante, al primer vistazo. La cultura light y el principio del mínimo esfuerzo han sembrado una cierta confusión al querer identificar casi siempre pedagogía con diversión. Y cuando no se dan estos ingredientes nos encerramos y desconectamos, no nos interesa lo que nos puedan presentar, y menos si no le vemos una utilidad práctica inmediata. Pero cultivar el pensamiento requiere de una disciplina y una apertura del corazón y la disciplina y una apertura del corazón y la inteligencia que piden dejarnos penetrar por la sabiduría. Y seguir a Jesucristo, dejarse guiar por el Maestro i crecer en la vida espiritual pide ser paciente y perseverante, pide abrirse a la acción del Espíritu Santo que nos haga aprender a gustar la dulzura del Evangelio.
Dios nos ha creado a su imagen y semejanza y por eso estamos llamados a vivir en solidaridad y espíritu fraternal, en amor y oblación, en comunión, en definitiva. Dios es comunión de personas en el amor: el Padre engendra eternamente al Hijo y lo ama con un amor tan eterno y perfecto que este amor es también una persona: el Espíritu Santo que el Hijo de Dios hecho hombre comunica y derrama en nuestros corazones. Si todos participamos de un mismo Espíritu, si estamos llamados a gozar de una misma gloria divina, ¿por qué no fomentamos ya el amor y la comunión aquí en la tierra?