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Pero vosotros, hermanos, no vivís en tinieblas, para que ese día no os sorprenda como un ladrón, porque todos sois hijos de la luz e hijos del día; no lo sois de la noche ni de las tinieblas, Así, pues, no durmamos como los demás, sino estemos vigilantes y despejados. (1 Ts 5, 6).

Todos, por la fe, hemos recibido una luz, un resplandor, que a veces no tiene porqué ser grande, pero que nos ha hecho entrever algo más grande, el origen de esa luz (Dios) que penetra en nuestra inteligencia y la aclara con facilidad. También esta fe nos puede dejar, a veces, en una cierta parálisis escéptica que no entendemos, pero que no nos impide saber que esa luz es como un claro mediodía pero a través de nuestro cristal opaco. Esta fe es capaz, como dijo el anciano Simeón, de hacernos confesar cada día: “ahora Señor puedes dejar a tu siervo irse en paz porqué mis ojos han visto a tu Salvador”.

Así que, como dice San Pablo, en la claridad del día o en los nubarrones de las dudas, vivimos vigilantes y despejados, siempre insatisfechos con nosotros mismos, como la madre Teresa de Calcuta, que lo único de la Iglesia que hubiese cambiado era su misma persona. “¿Con que sabías que siego donde no siembro y recojo donde no esparzo? Pues debías haber puesto mi dinero en el banco, para que, al volver yo, pudiera recoger lo mío con los intereses.” (Mt 25, 26-27).

El Señor es exigente, y conocedor de que la su semilla es garantía de fecundidad máxima, así que nos pide salir al ruedo con los que somos y tenemos para ver qué pasa, para ver, de qué manera podemos aportar la semilla de Cristo a los demás (semilla que llevamos dentro). Los demás nos mostrarán quienes somos realmente, qué es lo que hemos hecho con ellos y por ellos. Es decir, veremos desde Dios lo que nosotros hemos producido, ya que como cualquier ser o bien material estamos destinados al uso, al desgaste, para encontrar así nuestra vocación y experimentar que se puede vivir en Cristo, que no somos los únicos con problemas o retos por delante.

Acabo con estas palabras del padre jesuita argentino Leonardo Castellani:

Y ¿qué ha de crear un pobrecito de amenos de un dólar, un minero de Bolivia, un mensú de Misiones o un zafrero de Salta? No se engañen: esos tienen más creatividad espiritual a lo mejor que un muchachito porteño [de Buenos Aires] que estudia (naturalmente) abogacía para llegar naturalmente a «gobernante»; y pilla una neurosis porque no era ese su lugar, y más le valiera haber sembrado papas. Todos pueden crear algo si el mundo moderno los deja; lo malo es que no nos deja; y entonces creamos, al menos, resistencia al mundo moderno. Los que entierran su «talento» en una bolsa o en un hoyo en la tierra, no son los que resisten, sino los que siguen la correntada. Estoy por contar aquí ejemplos de gente chiquitísima, sencillas sirvientas, peones rudos, que han hecho de repente en el mundo un hecho escondido, pequeño, singular, y admirable, como una joya en el fondo del río o una flor donde no se ve; pero ustedes deben saber más aún que yo de eso. Son cosas finas, que sólo Dios puede haber inspirado; y son más para contemplar que para describir; pues no las entendemos del todo.”