Pues si vivís según la carne, vais a la muerte; pero si con el Espíritu dais muerte a las obras del cuerpo, viviréis (Rm 8,13).
En esta frase de la carta de san Pablo a los romanos encontramos una de las distinciones fundamentales (se distinguen dos o más partes de una misma realidad) de la fe cristiana, a saber: la carne y el Espíritu. Todos estamos dotados de un cuerpo y de un alma, somos una compleja creación. Cuando Pablo habla de la carne no habla sólo del cuerpo como lo entendemos hoy: el cuerpo humano, sino que habla, al hablar también del espíritu humano y del Espíritu de Dios, de todo el hombre. Se trata de dos fuerzas que empujan en direcciones opuestas nuestra vida y que pueden guiar y gobernar al hombre entero. Encontramos la misma realidad descrita por el mismo Jesús en el Evangelio:
El Espíritu es el que da Vida, la carne de nada sirve. Las palabras que les dije son Espíritu y Vida. (jn 6,63).
Estas palabras de la escritura nos iluminan en un aspecto importante de nuestra vida, nos permiten conocernos mejor y poder así buscar el Espíritu de Dios que vive en nosotros por el bautismo para seguir sus impulsos y poder detectar y luchar contra el impulso de la carne que nos conduce sólo hacia nosotros mismos, nos lleva al pecado y a quedarnos con las cosas de la tierra. Como ejemplo de esta verdad de fe tenemos la vida de los santos: se conserva en el santuario de Montserrat la espada de san Ignacio de Loyola, que él había usado en su anterior carrera militar, y que dejó ante la Virgen para dedicarse sólo a Dios. Es un pequeño signo de lo que supone dejar el mundo y sus cosas para dedicarse sólo o, en mayor medida, a Dios eterno. Se trata de un ejemplo de tantos que vemos en la vida de los santos y que nos permite distinguir esa verdad de fe, y también antropológica que hemos recibido del Evangelio y de toda la Escritura, a saber: que estamos en medio de dos fuerzas vivas que nos afectan y nos mueven y sobre las que podemos escoger: la carne, que nos lleva en último término a quedarnos con las manos vacías en la vida, y el Espíritu que mueve toda nuestra persona hacia los bienes eternos, hacia Dios y hacia Cristo su hijo.
Todos experimentamos que la vida es trabajo (quien algo quiere, algo le cuesta), que la vida implica sufrimiento, sí o sí (por el pecado original) y todos sabemos que el Hijo de Dios sufrió (desde Belén hasta Jerusalén) por nosotros, haciéndose hombre para que siendo lo que somos, hombres, pudiéramos salvarnos, es decir, amar a Dios sobre todo, dedicarnos a él y al prójimo, y descartar el camino del egoísmo y de la comodidad.
Hoy en cambio, somos testigos de un exaltamiento de lo subjetivo, de nuestros sentimientos, de nuestras pasiones más bajas. Y es porque estamos ante un ateismo práctico, ante una negación, más o menos velada, de la realidad del Espíritu, de la necesidad que tenemos de ser salvados por Dios. Las instituciones ya no hacen referencia a Dios (lo hemos visto en las últimas semanas), dichas instituciones son incapaces ya de defender al no nacido. En resumen, somos presa de una serie de fuerzas más o menos exaltadas que se van desbocando sin remedio y sin contestación posible porque no hay referencia a Dios, al Creador, a la realidad de la Gracia y del Espíritu que la cristiandad europea (que no Europa, invento moderno) ha llevado a medio mundo durante siglos. Hoy más que nunca muchas personas son caldo de cultivo de fuerzas radicales ideologizadas por la desaparición del ideal sobrenatural, por la extinción de la familia, de la propiedad y de la fe. Creo que hoy más que nunca es necesaria la confesionalidad, pero en primer lugar en nuestras vidas: somos católicos o somos del mundo. ¿Queremos mantenernos cerca del Señor que tanto nos ama o descuidamos nuestra oración y vida de sacramentos o la transmisión y defensa de la fe? Está en juego nuestra alegría eterna al poder ver que hemos gastado nuestra vida en algo que vale la pena.
Venid a mi todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Cargad con mi yugo y aprended de mi, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis vuestro descanso. Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera. (Mt 11, 29.30)