Nos encontramos ya celebrando el segundo domingo de Cuaresma, después de haber dado un testimonio público de ayuno y de oración sobre todo el miércoles de ceniza, pero también, en lo escondido del corazón, cada día. La Iglesia toda da cada año este testimonio de debilidad y de fe. Sin ayuno no puede existir la Iglesia, pues si la oración es el amor a Dios y la limosna el amor al prójimo, el ayuno es el amor a uno mismo. Entonces nos preguntamos, ¿cómo me debo amar a mí mismo? Quizás pensamos habitualmente y de forma inconsciente en la propia comodidad, en la abundancia de medios y de bienes y en la satisfacción de nuestras necesidades.
El amor a uno mismo tiene una hermosa imagen en el matrimonio (el amor que unifica y que convierte a dos en una sola carne), imagen también propia de la Iglesia y de Cristo. Así que este ayuno, que está en la raíz de la comunidad eclesial, significa sufrir con el otro para poder recibir del otro el complemento que nos da sentido. El amor a uno mismo pasa pues necesariamente y misteriosamente por el sufrimiento también voluntario, plasmado en el ayuno, pero no sólo. Santa Teresa tenía una máxima que decía: o sufrir o morir. Es posible que este lenguaje nos eche un poco para atrás porque no lo entendemos. Sólo sabe sufrir el que ama de verdad, ya que si uno en la vida no quiere sufrir absolutamente nada tampoco podrá amar a nadie ni a nada. El amor implica sufrir a la otra persona y darse hasta quedar mermado del todo.
Pensemos en un amor particular que es hoy muy necesario y que es siempre muy puro y hermoso y que nos sirve para redescubrir el ayuno en el nervio central de la comunidad cristiana: el amor a la Iglesia. Este amor ensancha el alma no sólo internacionalmente, sino hasta el más allá, y también se expande en el tiempo. Así la Iglesia, que a veces también se me manifiesta como algo humano, pobre y difícil de digerir, requiere un amor dispuesto al perdón y a la generosidad, que hace capaz al fiel de unir sus esfuerzos y sentimientos al motor del Cuerpo Místico de Cristo que es la Iglesia. Y que nos hace capaces del perdón y de la reconciliación en la familia de la Iglesia. Tal y como enseña la doctrina católica, el perdón por las ofensas causadas a Dios está íntimamente ligado a la reconciliación con los miembros del cuerpo de Cristo que es la Iglesia, es una condición indispensable.
La grandeza de la humanidad está determinada esencialmente por su relación con el sufrimiento y con el que sufre. Esto es válido tanto para el individuo como para la sociedad. La Pascua, hacia la cual se orienta la Cuaresma, es el misterio que da sentido al sufrimiento humano, partiendo de la sobreabundancia de la com-pasión de Dios, realizada en Jesucristo. Por consiguiente, el camino cuaresmal, al estar totalmente impregnado de la luz pascual, nos hace revivir lo que aconteció en el corazón divino-humano de Cristo mientras subía a Jerusalén por última vez, para ofrecerse a sí mismo en expiación (cf. Is 53, 10). A medida que Jesús se acercaba a la cruz, el sufrimiento y la muerte bajaban como tinieblas, pero también se avivaba la llama del amor. En efecto, el sufrimiento de Cristo está totalmente iluminado por la luz del amor. (Benedicto XVI).