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Dentro de unos días celebraremos la solemnidad de Todos los Santos. Es una fiesta que nos lleva a glorificar a Dios y a conmemorar a todas aquellas personas que han alcanzado la comunión plena con el Señor y viven en la bienaventuranza eterna. Los santos del cielo son para nosotros intercesores y modelos de vida, por eso debemos fijarnos en su ejemplo; en ellos vemos desplegada la infinita riqueza de la vida espiritual que se desarrolla en la Iglesia aquí en la tierra y que llega a su plenitud en el cielo. Cuando en el Trisagio de la Misa, antes de la consagración, cantamos «Llenos están el cielo y la tierra de tu gloria», nos estamos refiriendo a esta magnificencia divina, que se ha manifestado en los santos y que también nos enriquece y nos adorna a nosotros, los que todavía peregrinamos por los caminos de este mundo.

Por ello, más que hablar de la gloria de los santos del cielo, quisiera hablar ahora de los santos de la tierra o, mejor dicho, de todos los que estamos llamados a alcanzar la santidad y caminamos hacia esta meta. El Señor dijo al pueblo de Israel: «Sed santos, porque yo soy santo» (Levítico 11,14), esta misma enseñanza fue recordada por el apóstol san Pedro (1 Pedro 1,16), y Jesús, en el Sermón de la Montaña, nos dijo con toda claridad: «Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mateo 5,48). Perfección es lo mismo que santidad, y Dios es perfecto en el amor. Quizás nos parezca una empresa difícil o imposible, pero no puede haber verdadera vida cristiana sin santidad, sin el anhelo de la unión con Dios. La Iglesia es un pueblo de santos: los santos que gozan de la visión plena de Dios en el cielo –la Iglesia triunfante–; los santos que son purificados y preparados para la visión divina en el purgatorio –la Iglesia purgante–, donde, a pesar de la intensidad de su sufrimiento, gozan también de una profunda felicidad ante la espera de contemplar a Dios plenamente; y los santos que peregrinamos en la tierra –la Iglesia militante–. Y esta es la llamada que nos hace Dios, la llamada universal a la santidad, como nos lo ha recordado en Concilio Vaticano II (Lumen Gentium, V).

¿Cuáles son las raíces de la santidad que hacen que esta llamada sea universal? Podemos afirmar que son tres: La primera es el orden de la Creación: Dios, que es santo, nos ha creado a su imagen y semejanza; por eso, al ser los seres de la Creación visible más parecidos a Dios, tenemos que ser santos y manifestar la santidad divina en nuestra vida. La segunda es la Encarnación del Verbo en la naturaleza humana: Jesucristo es imagen del Dios invisible, engendrado antes de toda la Creación (Colosenses 1,15) y según esta imagen nos creó a todos nosotros. Al hacerse hombre y tomar nuestra condición humana en el seno de la Virgen María (Filipenses 2,5-6; Gálatas 4,4-5), restauró en nosotros la imagen divina que el pecado había corrompido y deformado; al haber restaurado Jesucristo en nosotros la imagen de Dios, que es Santo, estamos llamados a la santidad. Y la tercera es la Redención, que es la consecuencia de la Encarnación; por su muerte y resurrección, Cristo nos reconcilia con el Padre, y así podemos alcanzar la santidad y gozar de la vida eterna. Toda la existencia del cristiano ha de estar, pues, dentro de la obra redentora de Cristo y de la santidad divina.