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La celebración de la Eucaristía es la actualización del Sacrificio de Jesucristo en la Cruz y anticipación del Banquete del Reino de Dios que estamos llamados a compartir en la Gloria celestial; por ambas razones, se trata de un banquete sacrificial. El alimento de Vida Eterna que se nos da, el Cuerpo y la Sangre de Cristo, es la consecuencia del ofrecimiento que el Señor Jesús hizo de sí mismo al Padre para otorgarnos el perdón de los pecados y darnos vida. En la percepción de la celebración de la Santa Misa hemos de tener presente el equilibrio entre sacrificio y banquete. Esto daría pie a una larga reflexión que no es ahora el objeto del presente escrito, más bien quisiera fijarme en un momento importante como es el de la comunión para procurar corregir un defecto que con el paso del tiempo se ha ido introduciendo y que, según mi parecer, ha disminuido el carácter sagrado del momento y de la sensibilidad que todo creyente ha de tener respecto a la presencia de Cristo recibido en el sacramento. Recordemos lo que nos dice el apóstol san Pablo: «quien come y bebe sin discernir el cuerpo come y bebe su condenación» (1 Co 11,29).

Cuando hasta mediados del siglo pasado, se recibía la comunión arrodillados y en la boca –postura que nunca ha sido abolida y que se puede seguir practicando–, quedaba claro que se iba a comulgar: no era posible levantarse e irse del comulgatorio sin que el sacerdote hubiera depositado el Cuerpo de Cristo en la boca del comulgante, es decir, sin haber comulgado efectivamente. Igual sucedía cuando se permitió recibir la comunión de pie, pero todavía en la boca –lo cual se puede seguir haciendo siempre y cuando se manifieste un gesto de adoración a Jesús Eucaristía–. Pero cuando, por un indulto de la Santa Sede concedido a las peticiones de algunas conferencias episcopales, como las de Alemania u Holanda, después del Concilio Vaticano II, se extendió prácticamente por todas partes el uso de recibir la comunión en la mano, se produjo entonces un hecho curioso: en vez de sumir la sagrada comunión ante el sacerdote, muchos recogían la sagrada forma y la comían a medida que se iban retirando hacia su asiento. A veces he tenido que perseguir a alguien para tener la certeza de que realmente comulgaba.

La obligación de llevar mascarilla con motivo de la pandemia ha agravado la situación. Debemos recordar que vamos a comulgar –y eso se hace siempre en presencia del sacerdote o del ministro que le ayuda– y no a recoger la comunión, hay una diferencia notable; por ello, al acercarnos y llegar ante el sacerdote o el ministro que le ayuda, nos habremos quitado la mascarilla y, ya sea en la mano, ya sea en la boca, comeremos reverentemente el Cuerpo de Cristo ante él, ya que no recibimos cualquier cosa, sino al mismo Dios hecho hombre que ha querido continuar su presencia entre nosotros a través del sacramento de la Eucaristía, para que todo el mundo pueda beneficiarse de su estancia entre nosotros y de la salvación que nos ha otorgado. Y esto un católico –que teóricamente cree en la presencia real de Jesús en la Eucaristía– debería tenerlo claro.