La palabra «Cuaresma» evoca en la mente de algunas personas una idea de tristeza y atonía. Como estamos tan sumergidos en un mundo de ruidos y de consumo inmediato, nos cuesta valorar el silencio y la austeridad que nos ayudan a contemplar la existencia humana a la luz de la realidad divina. Fui educado por mis padres y maestros en una fe sencilla y confiada, por eso he vivido desde mi infancia la Cuaresma como un tiempo de esperanza que conduce a la alegría, y siempre me ha hecho ilusión entrar en este tiempo que me parece hermoso: su situación en el año nos indica que el invierno se acaba para dejar paso a la primavera; la naturaleza, que había quedado aletargada, empieza a cobrar nueva vida; y la celebración del misterio de la fe nos prepara a celebrar intensamente la muerte y resurrección de Jesucristo y, con ellas, también nuestra misma muerte y resurrección: muerte al pecado y resurrección a una nueva vida que se hará más plena cuando veamos a Dios cara a cara en su Gloria.

Ya desde mediados del siglo II se empezó a consolidar en la Iglesia la introducción de unos días preparatorios y una praxis penitencial previa a la Pascua; este hecho fue cristalizando paulatinamente, en el siglo IV, en un período de cuarenta días, considerados a la luz del simbolismo bíblico de los cuarenta días que Jesús estuvo en el desierto o de los cuarenta años de peregrinación de Israel antes de entrar a la tierra prometida. En la época antigua, la Cuaresma era también el tiempo por excelencia para la reconciliación de los penitentes, que tenía lugar el jueves santo por la mañana, y por la preparación más intensa al bautismo de los catecúmenos, celebrado en la sana noche de Pascua.

Tres son las grandes prácticas que caracterizan a la Cuaresma y que deben configurar la vida cristiana: el ayuno, la limosna y la oración. El ayuno y la limosna son dos prácticas muy vinculadas entre sí: ayunamos de cosas superfluas, e incluso nos llegamos a privar de cosas necesarias, para poderlo compartir con aquellos que han de vivir en un ayuno forzoso. Y no hablamos solamente de un ayuno alimentario, también podemos ayunar de televisión, de lecturas superfluas, de conversaciones ociosas y fomentar un uso moderado de las nuevas tecnologías. Las dos prácticas del ayuno y la limosna adquieren su mayor sentido si están impregnadas por la oración, en la que descubrimos cada día más la necesidad de relación con el Padre, la adoración e intercesión por medio de Jesucristo ante las necesidades de todos los hombres y mujeres del mundo.

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