El Espíritu Santo lleva la obra de Cristo a su plenitud, en medio de la diversidad de dones devuelve a la Iglesia la unidad de la fe, hace avanzar a la humanidad por los caminos de la concordia dándole un solo lenguaje: el del amor. ¡Hoy necesitamos tanto la presencia y la acción del Espíritu! él nos hace entrar en la unidad del Padre y del Hijo que el mismo Jesucristo ha pedido para nosotros. Es hermoso y agradable que los hermanos vivamos unidos, pero aún lo es más cuando vivimos buscando la unidad, que es la manera de obtenerla.

El día de Pentecostés, cuando recibieron el Espíritu, los apóstoles y los demás discípulos se reunieron en asamblea para decidir el futuro de la comunidad.

Pedro dijo muy serio:

Hermanos, acordaos todos de las enseñanzas de Jesús mientras vivió con nosotros; lo que dijo fue muy interesante y muy grande, pero ahora hay que mirar la realidad. Y la realidad es ésta: que Jesús está muerto y su persona no goza de simpatía en la ciudad; por eso, id con cuidado de no pronunciar en público su nombre, ni de decir que ha resucitado, porque tendríamos muchos problemas. Ya veis que nos hemos quedado solos, por eso debemos ser prudentes. No habléis directamente de lo que Jesús nos ha enseñado, hablad de temas que sean interesantes y agradables de oír para la gente: de economía, de la vida social, de política, de la educación de los hijos, de la salud, del tiempo…, podéis hablar también de religión si lo hacéis de manera suave y discreta. Y al hablar, hacedlo de forma ambigua y diplomática, de modo que, si os acusan, siempre os podáis defender diciendo que os han malinterpretado, que no era eso lo queríais decir, sino otra cosa.

Quizás estáis perplejos al leer esto… Gracias a Dios y por suerte para nosotros, esta reunión nunca se celebró, sino que sucedió todo lo contrario: unidos en la oración, los apóstoles acogieron al Espíritu Santo que les daría fuerza para ser testigos del Evangelio. De la oración pasaron a la misión y hablaron con valentía en el nombre de Jesús, nombre que siempre llevaban en su boca y en sus corazones, y dieron a todos razón de su esperanza. Gracias a esta intrepidez nosotros estamos hoy aquí y vivimos la fe que nos han transmitido. ¿No necesitamos también nosotros esta fuerza que solamente el Espíritu puede darnos?

Al darles el Espíritu, Jesús resucitado confía a los apóstoles el encargo y la autoridad de ser servidores de la reconciliación de los hombres con Dios. La muerte y resurrección de Cristo es la fuente generosa del perdón de los pecados. El Señor es el Espíritu, y allí donde está el Espíritu hay liberación. El Espíritu que se movía sobre las aguas al comienzo de la creación del mundo ha traído un mensaje liberador al posarse sobre los profetas, sobre María, sobre Jesucristo, sobre los apóstoles y sobre cada uno de los creyentes. En el siglo XXI todavía hay muchas esclavitudes que afligen a la humanidad, por eso debemos trabajar para que el Evangelio siga iluminando al mundo y abriendo un camino de esperanza para todo el mundo. Seamos también nosotros instrumentos de reconciliación, descubriendo primero el mal, el miedo, el egoísmo, la comodidad y la cobardía que anidan en nuestro corazón para pedirle perdón a Dios, y después actuemos según el gran ideal que nos propone san Francisco de Asís, que, inflamado por el Espíritu de Jesús, deseaba ardientemente y pedía a Dios ser instrumento de paz, amor y concordia fraterna.

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