Al pronunciar el Sermón de la Montaña, el Señor Jesús dijo unas palabras que constituyen el programa y el sentido de nuestra vida como cristianos: «Vosotros sois la sal de la tierra… Vosotros sois la luz del mundo» (Mt 5,13.14).
Es una imagen muy clara de cómo hemos de ser y actuar los discípulos de Jesucristo. La sal común (cloruro sódico) es una sustancia muy frecuente en la naturaleza, per a la vez muy discreta. La sal es necesaria para la vida y por eso la hay en grandes cantidades, pero no nos damos cuenta de ello porque queda escondida, disuelta en el agua de los océanos o encubierta en las minas del fondo de la tierra. Para dar sabor a los alimentos, echamos sólo una pizca de sal en los guisados, porque en exceso nos sería insoportable y podría hacer peligrar nuestra salud; sin embargo, cuando se trata de conservar determinados alimentos, como la carne o el pescado, y evitar que se pudran, entonces usamos la sal en mayor cantidad.
Siempre tenemos a nuestra disposición este regalo de Dios y lo utilizamos en su justa proporción. Así, con nuestra presencia y nuestro trabajo constantes, los cristianos estamos llamados a dar sabor a la vida pública con el mensaje del Evangelio, y también a preservar de la corrupción las costumbres de nuestra sociedad con el testimonio de una vida honrada y coherente con la fe que profesamos, con la oración indefectible y el trabajo perseverante. La sal vendría a representar en los discípulos de Jesucristo la discreción y la eficacia.
La luz, en cambio, se refiere a todo aquello que es evidente y manifiesto. Decía el salmista: «En ti está la fuente de la vida y tu luz nos hace ver la luz» (Sl 36,10). En Dios encontramos la luz para contemplar todas las cosas y valorarlas; en Dios hallamos claridad para ver la orientación que debe tomar nuestra vida. Un exceso de luz nos cegaría, pero una deficiencia de ella nos impediría ver la realidad que nos rodea. Con esto quiero indicar que el cristiano debe evitar siempre dos extremos: el fanatismo y la indiferencia que lleva a la frialdad y al desconocimiento de Dios. El fanatismo lo convertiría en un incendiario que quema y destruye, y la indiferencia lo conduciría a encerrarse en sí mismo y a desentenderse de su responsabilidad de evangelizar y transformar el mundo según la imagen del Reino de Dios.
A lo largo de los siglos hemos visto testimonios de discípulos de Jesucristo que se han tomado muy en serio su vocación; también es verdad que, por desgracia, tenemos antitestimonios que han descuidado su vocación o han caído en un fanatismo irracional. Pero la luz brilla y prevalece sobre las sombras, y nada de lo que tenemos de positivo en nuestra sociedad lo tendríamos de no ser por la influencia del cristianismo, que ha ayudado a extender en nuestro mundo el espíritu de la fraternidad, la justicia y el amor. Por todo ello, los cristianos de nuestra generación no podemos quedarnos cruzados de brazos lamentándonos que nuestro mundo vaya tan mal, porque nadie hará nuestra tarea y el mundo no mejorará si no hacemos sentir la influencia del Evangelio por medio de nuestra presencia pública y de nuestro compromiso social y haciendo que nuestra comunidad cristiana, llena de fervor, sea como un faro que alumbra en la noche. Cuando la parroquia nos pide ayuda en tiempo, dinero, energías y dedicación, ¿somos ser generosos?, ¿somos conscientes de que eso forma parte del hecho de ser sal y luz?
Posiblemente Dios nos nos llame a predicar el Evangelio en tierras de misión, pero sí que nos indicará que debemos llevar a cabo nuestra misión evangelizadora en el ámbito en que vivimos; éste es un buen criterio que debemos tener presente en el Domund; mientras ayudamos a los misioneros que se van lejos, trabajamos por difundir el Evangelio a nuestro alrededor.