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La Constitución sobre la Iglesia del Concilio Vaticano II comienza con estas palabras: «Lumen gentium cum sit Christus… (Por ser Cristo la luz de las naciones…)», y evoca así las palabras del anciano Simeón en la Presentación del niño Jesús en el Templo (Lc 2,22-40). En verdad, Jesucristo es la luz de las naciones: «La Palabra era la luz verdadera, que viene a este mundo y alumbra a todo hombre» (Jn 1,9), porque Él es Dios hecho hombre, el Hijo del Padre eterno por el que todas las cosas han sido creadas (Col 1,16) y por ello todo encuentra en Él su sentido más pleno.

En la fiesta de la Candelaria, con la bendición y la procesión de las candelas, evocamos el hecho de que Jesucristo es la Luz que alumbra a las naciones y la gloria de Israel, mientras recordamos su presentación en el Templo cuarenta días después de su nacimiento en nuestra condición mortal. Para muchos que se encontraban entonces en el Santuario de Jerusalén, el evento pasó desapercibido, pero fue la primera vez en la que Dios, de una manera visible en la carne, entró en su Templo, aquella casa de oración en la que recibía adoración desde hacía años y siglos. Pero también aquí y a lo largo de su ministerio se cumplieron las palabras de Juan: «Vino a su casa y los suyos no le recibieron» (Jn 1,11), ¿lo acogeremos nosotros?

Al encender las candelas, manifestamos nuestra confianza en Dios y expresamos nuestro deseo de trabajar por un futuro más luminoso, por una realidad en la que se manifieste y se haga presente el Reino que Jesucristo ha venido a instaurar: Reino de paz, de amor, de justicia y de verdad. Unidos con todos los hombres y mujeres de buena voluntad, trabajemos codo a codo con ellos en todas aquellas iniciativas que posibilitan la convivencia y una vida más humana y, al mismo tiempo, irradiemos la luz de nuestra fe. Cristo continúa siendo luz que alumbra a las naciones y por eso su Evangelio es un mensaje importante y muy necesario para la humanidad entera.