Jesucristo, Rey del Universo, se nos manifiesta como el alfa y la omega, el principio y el fin de todas las cosas. Todo ha tenido su inicio en Cristo y todo se recapitulará en él; entretanto las historia de la humanidad y la historia personal de cada uno siguen su curso, como un eslabón de la cadena que va avanzando hacia el Reino de Dios.

Nos dice el Apóstol San Pablo: «Cristo tiene que reinar hasta que Dios haya sometido a todos sus enemigos bajo sus pies»; esta frase denota que Cristo ya reina sobre la tierra antes de la llegada del día de su gloriosa manifestación. «Venga a nosotros tu Reino», pedimos en el Padrenuestro. Si contemplamos la vida con una mirada de fe, veremos que Dios cumple con esta petición. Es verdad que hay acontecimientos que ocultan y oscurecen la realización del Reino de Dios en la tierra, hechos en los que nosotros mismos, muy a menudo, directa o indirectamente también participamos. Corremos el riesgo de acostumbrarnos al mal y de acabar conviviendo con él; «¿qué vamos a hacer?», decimos, «¡así es la vida!» La pregunta que nos tendríamos que plantear no es: «Si Dios es bueno, ¿por qué permite el mal?», sino esta otra: «Si Dios es bueno y ha querido llevarnos al Reino de su luz admirable, ¿por qué nos entestamos los humanos a vivir en las tinieblas?, ¿por qué con frecuencia somos agentes de mal en vez de ser agentes de bien? Cristo ha vencido a la muerte y al pecado, pero cada ser humano debe asociarse personalmente al misterio de la muerte y resurrección del Salvador y dejarse transformar por el Espíritu Santo; y hasta que eso no llegue a realizarse, no desaparecerán el odio y el egoísmo del mundo. Sin embargo, también hay muchas otras circunstancias luminosas que dejan entrever la presencia del Reino de Dios entre nosotros, como el rayo de sol que se abre paso entre las rendijas de las nubes.

La fe cristiana nos dice que nuestra morada definitiva no está en la tierra, sino que tenemos nuestra ciudadanía está en el cielo. Pero, mientras vivamos en este mundo, no podremos desentendernos de él, sino que estaremos llamados a trabajar por una sociedad más justa y fraternal, una sociedad que sea el reflejo del cielo nuevo y la tierra nueva que Dios nos otorgará. El cielo no se compra con dinero o influencias, sino que se va haciendo realidad y se vive a través del amor manifestado en los gestos de la vida cotidiana. Estos gestos son signos de comunión con Dios y con los hermanos. Solamente gozará del cielo en la vida eterna quien ya lo tenga aquí en la tierra, en su corazón, y procure hacer de la vida de los demás un reflejo de este cielo que estamos llamados a compartir. La vida humana de Cristo nos ha manifestado que Dios es Amor y Verdad sin fin, la razón y el sentido de nuestra vida. Que Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre, reine siempre en nosotros.

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