Ven, dulce huésped del alma, descanso de nuestro esfuerzo, tregua en el duro trabajo, brisa en las horas de fuego, gozo que enjuga las lágrimas y reconforta en los duelos. Entra hasta el fondo del alma, divina luz, y enriquécenos. Mira el vacío del hombre, si tú le faltas por dentro; mira el poder del pecado, cuando no envías tu aliento. Riega la tierra en sequía, sana el corazón enfermo, lava las manchas, infunde calor de vida en el hielo, doma el espíritu indómito, guía al que tuerce el sendero. (De la secuencia de Pentecostés).

Hoy celebramos la fiesta de Pentecostés, y la Iglesia entera, estimulada por la promesa de Jesús, se dirige al Espíritu Santo y le pide que descienda, que actúe en los corazones, en la Iglesia y en el mundo entero. Todos nosotros también hemos de rezar esta bella oración y repetir con esperanza: ven. El Espíritu Santo viene, pues así lo asegura Cristo y así lo quiere el Padre que también lo envía. No podemos dudar de la eficacia de la oración de Jesús sentado a la derecha del Padre, ni tampoco dudamos de las oraciones de María junto a la Iglesia santa.

Por todo ello la fiesta de Pentecostés, la venida del Espíritu Santo sobre nosotros, supone un gran aumento de la esperanza para todos. La esperanza no la podemos poner en la educación universal ni en los armisticios planetarios; nuestra esperanza está en aquel a quien esperamos, en aquel que viene, ese es Cristo, y nos lo trae y nos lo hace recordar el Espíritu Santo. El Espíritu es el lazo fuerte de la unidad, de la unidad de vida, el verdadero dominio de nosotros al comprender nuestra alma, y de la unidad nuestra con Dios, pues la Trinidad quiere habitar en nosotros como en un templo.

De esta paz y unidad nos habla el papa Benedicto: «No os dejaré huérfanos, volveré a vosotros» (Jn 14, 18) y esto lo dice también a nosotros, incluso en tiempos grises: «No os dejaré huérfanos». Esta situación de angustia de los discípulos cambia radicalmente con la llegada de Jesús. Entra a pesar de estar las puertas cerradas, está en medio de ellos y les da la paz que tranquiliza: «Paz a vosotros» (Jn 20, 19). Es un saludo común que, sin embargo, ahora adquiere un significado nuevo, porque produce un cambio interior; es el saludo pascual, que hace que los discípulos superen todo miedo. La paz que Jesús trae es el don de la salvación que él había prometido durante sus discursos de despedida: «La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo. Que no se turbe vuestro corazón ni se acobarde» (Jn 14, 27). En este día de Resurrección, él la da en plenitud y esa paz se convierte para la comunidad en fuente de alegría, en certeza de victoria, en seguridad por apoyarse en Dios. También a nosotros nos dice: «No se turbe vuestro corazón ni se acobarde» (Jn 14, 1).

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