A San Juan Evangelista le gusta esta expresión: “Al principio”, con ella comienza su Evangelio, y de modo parecido comienza también su primera carta: “Lo que ya era desde el principio”. Dios, que no tiene principio, es el principio de todas las cosas, del que brota vida nueva continuamente. El Señor es el Dios de los principios, el Dios de las cuatro mañanas del mundo: la mañana de la Creación, la mañana de la Encarnación, la mañana de la Resurrección y la mañana de su venida final; Dios es el principio de vida eterna, el Señor del día nuevo y definitivo.
Antes de nuestros principios, «la Palabra era Dios». Es la primera de las tres revelaciones de este prólogo, donde Juan nos hace escuchar los grandes temas de su Evangelio, como si fuera la apertura de una gran ópera. El Dios único no es un solitario, sino un misterio de amor. El prólogo comienza por «la palabra era con Dios» y termina por «Dios Hijo único, que está en el seno del Padre, es quien lo ha revelado». Hablando de su filiación divina es cómo Jesús nos hará vislumbrar el misterio del Dios único, del Dios que es Trinidad.
La segunda revelación se refiere a nosotros. «A todos los que le han recibido, les concede poder ser hijos de Dios» ¿Qué somos nosotros los humanos para que Dios quiera hacernos hijos suyos? La Palabra siempre había estado presente entre los hombres: “Tenía en Él la Vida y la Vida era la luz de los hombres, pero el mundo no le ha reconocido”. El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo decidieron otra presencia: el hijo de Dios vino a vivir nuestra vida haciéndose hombre como nosotros. Jesús dirá: “Quien me ve a mí, ve al Padre”. Quien sabe mirar a Jesús ve “la gloria que recibe de su Padre”, ésta es la tercera revelación. El sol del prólogo del Evangelio de San Juan es demasiado esplendoroso; hiere fijar la mirada en sus tres revelaciones: Dios es Trinidad, quiere hacernos a sus hijos y, para divinizarnos, Él mismo se ha hecho uno de nosotros. Necesitamos todo el Evangelio y toda una larga serie de meditaciones para que estas tres verdades de la fe cristiana se hagan carne y sangre nuestra.
Es algo tan difícil que muchos rechazan la idea de que Jesús de Nazaret pueda ser el Hijo de Dios, Dios encarnado, Dios que aceptó nuestra carne, nuestra lenta formación, nuestras alegrías, nuestros sufrimientos y nuestra muerte. Ya en el prólogo las tinieblas luchan contra la luz: “La luz resplandece en la oscuridad, pero la oscuridad no ha podido ahogarla…, los suyos no la han acogido”.
Nosotros, que hemos recibido la Palabra, debemos ser sus reveladores frente a los demás, no tanto a través de discusiones teológicas sino mediante el testimonio de lo que vivimos con el Padre, el Hijo y el Espíritu. Creer en la divinidad de Jesucristo es tener en Él una confianza tan grande y un deseo de amar tanto como Él, que quienes nos traten se acaben sintiendo intrigados e incluso atraídos; de esta forma podremos ser como la luna, que refleja la luz del sol. “El que es la Palabra se hizo hombre y plantó entre nosotros su tabernáculo, y hemos contemplado su gloria”, la gloria divina en la que debemos participar y que debemos dar a conocer a los demás”.